Yo no sé ahora, pero en mis tiempos veíamos al inspector de uvas a peras. Mi inspectora se llamaba Dora Calzada: era una malagueña salerosa de la que guardo un magnífico recuerdo. Nos hicimos muy amigos. Yo tenía el curso de los niños de nueve y diez años ‑los que están en la mejor edad‑; y, como entonces era muy trasnochador, a las nueve les ponía un montón de problemas, y los tíos funcionaban como universitarios. No daban un ruido y yo aprovechaba la hora para leer periódico y ponerme al día. A las diez iba al bar, me tomaba un café, y volvía a ser persona. Tanto es así, que propuse en el claustro comprar una cafetera a escote, y todos estuvieron de acuerdo. Cosa rara entre enseñantes. Dos años después, cuando me dieron la plaza en propiedad, cambié de colegio, y volví a proponerlo. ¡Casi me expulsan! Una profesora, una de esas que llevaban un mugriento bolso de palma colgado del hombro, y las faldas arrastrando,me dijo que aquello no era un club social. Poco después pedía la excedencia, y hasta hoy. No lo hubiera pasado bien en aquel ambiente.
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