Sí, ya sé que he usurpado este título del gran trabajo de Ortega y Gasset. Pero es sin intención malsana, ni de lucrarme a costa de tan gran filósofo.
Mas es verdad que esta España nuestra ‑Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra‑ que ya cantaba Cecilia, sigue y continúa desmanguillada y descompuesta tras siglos y siglos de recorrido histórico. Más que vivir entre costuras, nosotros vivimos, a lo más, entre hilvanes.
Hay mucha gente de bien y de lógico pensar que echa de menos la existencia de un eje vertebrador, de un pegamento que nos suelde con y a unos principios básicos e inmutables, cimientos de espíritu cívico y patriótico necesario al colectivo de toda la Nación. Cualquiera, con dos dedos de frente, sabe que eso ha sido un bien necesario y también que nadie ha sabido lograrlo.
Porque los que más presumen de hacerlo o quererlo, esa derecha patriotera (¿nos encontramos también ahora con cierta izquierda mimética pero en parcelación?) y chillona, por su misma actitud cerril, intransigente y excluyente (ellos solos como portadores de las esencias) son los que más han laborado por la destrucción, o no construcción, de un edificio patrio consolidado y eficaz.
Miren, no me vengan con milongas y ampulosas declaraciones. Porque las pruebas son concluyentes. Si recordamos el qué y el cómo se nos enseñaba la Historia de España (que es base para construir un argumentario consecuente) nos daremos cuenta de las tergiversaciones, las carencias y las injusticias que se cometían en la narración de los hechos y durante siglos.
Por ejemplo, ‑Yo no envié mis barcos a luchar contra los elementos‑ es una mentira podrida y una tergiversación, pues la llamada Armada Invencible fue vencida no sólo por las galernas del Mar del Norte, sino también y fundamentalmente por la flota inglesa, más marinera y mejor preparada (y sin duda más motivada, porque se trataba de defender su territorio)… ¿Qué se pretendía con tal manipulación histórica?; fundamentalmente, ocultar la gran responsabilidad e inutilidad de la gran nobleza, pendiente sólo de sus privilegios y beneficios; e incluso el fanatismo del rey, por no manchar su imagen. El gran Felipe no sufrió tal derrota… y punto.
Por el contrario, y ante una gran victoria, el silencio… ¿Quién nos habló de la defensa de Cartagena de Indias?, ¿del gran Blas de Lezo? No se oyó de tal cosa en mis tiempos y ahora se reivindica su memoria y la magnitud de su victoria. En este ominoso silencio tiene mucha intervención otra vez el interés de una nobleza parasitaria y envidiosa. Es paradójico que una victoria clamorosa se silencie y una derrota sin paliativos se enaltezca, como la sufrida en Trafalgar; como pantalla, el heroísmo de los españoles en esa batalla; pero se silencia que la flota hispana no estaba a la altura bélica ni técnica de la inglesa (repetición de las circunstancias de la Invencible en esos aspectos).
Sí, es cierto que los ingleses, nuestra bestia negra, tampoco escapan a esta tendencia al maquillaje; que ahí tenemos el desastre de Balaclava habido por la necedad de los generales, pero inmortalizado hasta el nivel de gesta por los poetas.
Pero no es nuestro caso.
La gran guerra patria, de toda la Patria, la Guerra de la Independencia, aparte de los ánimos populares azuzados contra el francés por curas trabucaires fanáticos y algunos que veían la oportunidad de lograr los cambios en las estructuras rancias y retrógradas, tan necesarios, no la ganaron los militares, bajo mandos aristocráticos. Pues ¿qué hicieron mientras el populacho se la jugaba en Madrid (Daoíz, Velarde y Ruiz eran versos sueltos)?; lo de Bailén lo resolvió el general suizo Reding y las demás “victorias” conseguidas lo fueron o bajo el mando del inglés o cuando ya el imperio napoleónico declinaba. Y, para colmo, nunca se sacaron ni obtuvieron los réditos políticos y materiales consecuentes. Victorias pírricas cacareadas en sus rasgos más toscos, para noticia y conocimiento de masas acríticas y crédulas.
Despropósitos de la inercia, el conformismo, el fanatismo y la imbecilidad, congénitos de unas clases dirigentes y sociales, de unas estructuras políticas, económicas, religiosas y culturales que sólo miran apenas un poco más lejos de sus anteojos, cuando miran.
Se dice: Quien controla el presente, interpreta el pasado para dominar el futuro. Pero, en España, lo único conseguido, pese a los frustrados intentos minoritarios, es perpetuar el tiempo en un inacabable pasado. Nos sigue escociéndonos ese pasado, envolviéndonos en un tremendo desasosiego, tremendo y atroz tal, que lo sentimos ya como inevitable. Y una de sus consecuencias es, según lo escrito, la desvertebración, crónica, del territorio, de la Nación, de la Patria, de España. Vertebrar es soldar, unir en el convencimiento común, en las ideas y en los sentimientos también, y no sólo por una selección de fútbol.
Pues eso, a apechugar con las consecuencias.