Segunda mano

Hoy 20‑N, efeméride que ya empieza a estar, políticamente, algo recargada, suscita Carlos Herrera en ONDA CERO como tema para la participación de los oyentes el siempre fértil asunto de los coches de segunda mano y las experiencias más o menos afortunadas que hemos tenido con ellos. Me hubiera gustado participar, pero ni sé cómo hacerlo ni mi historia hubiera cabido en el corto espacio que permite el medio. Por esa razón, y con la pretensión de divertiros un poco, cuento aquí lo que en su momento fue una sucesión nada divertida de infortunios a costa de un SEAT 850.

Y ésta es la relación totalmente verídica de mi caso.

Almería, 1980.

Cuando mi mujer fue destinada a un colegio distinto del mío y en un barrio alejado del centro, se planteó el tema del transporte diario, puesto que el autobús no le venía bien. Yo no podía llevarla, porque tenía que acercar a mi hijo, entonces con dos años, a la guardería y esperar a que entrara a las nueve de la mañana. También tenía que recogerlo al final de la jornada. Así que, en un primer momento, se puso de acuerdo con una compañera de su centro que tenía coche y así se tiró algunos meses. Esta dependencia no carecía de algunos inconvenientes y decidimos que había que comprar otro coche. Se sacó el carné y, por medio de un amigo mío que tenía un taller mecánico y conocía el mundillo del automóvil, compramos un SEAT 850 que «está bastante bien, tiene pocos kilómetros, es de un señor mayor que lo ha tenido siempre en garaje, de tapicería está impecable y el precio tampoco es exagerado». Lo compramos.


Mi mujer tardó poco en acostumbrarse al vehículo y pronto empezó a tomarse confianzas. En una de éstas y echando marcha atrás con una violencia totalmente innecesaria, le arreó un golpe tremendo a uno de esos marmolillos que hay para que no nos metamos en la acera. El robusto marmolillo ‑o como se llame‑ aguantó como un jabato, pero el coche resulto con la parte trasera profundamente hundida en V.

La compañía de seguros ADA llevó el malherido 850 al taller de mi amigo que, mediante el pago de una sustanciosa minuta, arregló el vehículo y lo dejó en aparente buen estado, pintura incluida.

Poco sospechábamos entonces la importancia que en nuestras vidas y en nuestras finanzas iba a tener, a partir de entonces, el dichoso marmolillo.

No pasaron muchos días y nuevo percance. Esta vez rotura de la correa del ventilador, calentón del motor, susto por el humo y parada. Resultó que, según el mecánico, el golpe del marmolillo había descolocado el motor del 850, situado atrás, y las dos poleas que la correa conectaba ya no estaban en línea sino formando un cierto ángulo que desgastaba la citada correa anormalmente y acababa cargándosela. Esta anormalidad era imposible de corregir sin un dispendio desproporcionado, por lo que había que aguantarse. Trató de atenuar el problema con pequeñas correcciones y truquillos, pero más pronto que tarde las correas seguían partiéndose.

Las más que frecuentes visitas al taller nos hicieron íntimos no sólo del mecánico, sino de otros parroquianos. ADA ya estaba de mí hasta el gorro y nosotros, del coche, ni te cuento. El que sí parecía llevar bien la situación era el del taller, claro.

Estábamos aburridos. El 850 era de uso exclusivo de mi mujer y sólo para el trabajo. El resto del tiempo se lo tiraba aparcado frente a casa, a veces días enteros. Una noche que volvíamos de una visita familiar con mi coche vimos que no estaba. «¡Osti, se han llevado el 850». La alegría me duró poco, poquísimo. El jodido coche estaba veinte metros más allá, atravesado de mala manera. Se ve que nos había tomado cariño y no quería dejarnos solos, pero reconozco que su amor no era correspondido. Hay que agradecer, sin embargo, al frustrado ratero que no nos denunciara por dejar en la vía pública esa clase de trastos que sólo sirven para hacerles perder el tiempo. Nos reímos de buena gana y empujamos de nuevo el coche a su aparcamiento.

Hasta final de curso, la historia continuó con pocas novedades. Con cada nueva avería, mi mujer y yo no sabíamos si reír o llorar. Llevábamos la situación como una maldición bíblica. Y el gasto continuo se había institucionalizado. Bromeábamos: «Antes de comprar otro coche deberíamos hablar con el mecánico para advertirle. ¿Crees que saldría adelante con el taller sin nuestra sustanciosa ayuda?».

En verano, durante las vacaciones, el coche se quedó aparcado semanas, sin moverse, en una calle cercana. No le hacíamos ni caso, pero una mañana se me acerca un vecino y me pregunta

—Oye, ¿no es vuestro el 850 color butano que hay en la calle de atrás?

—Sí, ¿por qué?

—Coño, porque está abierto y le han quitado los dos asientos de delante.

Efectivamente. Y me pareció un robo muy raro, porque los cacos se habían llevado los dos asientos que yo nunca logré mover para adaptarlos a mí. Tuvieron mérito. Sientes cierto orgullo al ver que alguien se ha molestado en robarte así. Es señal de que valoran algo tuyo y ponen empeño y esfuerzo en conseguirlo.

Ahora el problema era mayor, porque el coche estaba inmóvil total y sin posibilidades de conducirlo. Menos mal que no se trataba de zona azul ni nada de eso. Bueno, pues allí se quedaría hasta que lo necesitáramos. Además, pensándolo bien, la nueva situación era como un seguro antirrobo. Así es la vida: la felicidad está en saber encontrar el lado bueno de las desgracias.

Como el demonio no descansa, todavía nos quedaba alguna experiencia que añadir a la saga.

Ocurrió que un par de zagalones, dicen que con un cuchillo, entraron, en pleno día y aprovechando la ausencia de público, en un bar muy próximo adonde estaba el coche, exigiéndole al dueño el dinero de la caja. El afectado se encaró a los asaltantes, salió de detrás de la barra con una garrota y los hizo huir mientras le lanzaba botellines de cerveza y gritaba:

—¡Ladrones, sinvergüenzas, chorizos!

Todo muy heroico y elogiosamente comentado en el barrio, pero, ¡vaya por Dios!, desgraciadamente, uno de los botellines ha roto la luna trasera del malhadado 850. Yo no tengo valor para decirle nada al del bar, que está para un ataque y tiene una garrota de reglamento; así que me limito a quitar los vidrios astillados y punto.

A los pocos días llaman al telefonillo de la casa. Es la policía urbana.

—Oiga, ¿es de Vd. el SEAT 850 matrícula tal que está aparcado en la calle tal?

—Sí, sí, ¿qué pasa?

—Lo que pasa es que ese coche es un peligro y están ustedes corriendo un grave riesgo.

—¿Riesgo, por qué?

—Pues porque los niños se meten por el hueco del cristal, se instalan dentro, abren, cierran y lo tocan todo. En fin, que de cualquier cosa que le pase a un niño son ustedes responsables. Y están avisados.

Esa flor le faltaba al ramo. Dentro del coche encuentro minúsculos enseres de cocina, bolas y cosas así. Los críos han estado jugando a las casicas y quizás, quizás, incluso a los médicos, pero tampoco hay que ponerse en lo peor. Efectivamente, sin los asientos delanteros, el 850 está desconocido, parece un monovolumen. Allí se metían cinco o seis zagales, les tocaban a los botones, se colgaban del volante, abrían las cuatro puertas y disfrutaban de la vida. Si el coche no hubiera sido mío, también yo habría sido feliz viéndolos.

La advertencia policial nos convenció y decidimos darle al mecánico la buena nueva. El hombre buscó en un desguace los dos asientos y el cristal y, tras un pago generoso, el 850 fue presentado de nuevo en sociedad.

Como los “nuevos” asientos no iban a juego con los originales, cubrimos todos con unas jarapas vistosas y quedó muy coqueto. Así aguantamos con el coche unos meses, pero le pedimos por favor al mecánico, le suplicamos, que nos encontrara un comprador. El mecánico encontró pronto a la víctima propiciatoria: un zagalón veinteañero que acababa de sacarse el carné y que tenía prisa por lucirse delante de las mozas de su calle. El precio no fue problema y el trato se hizo rápido y al contado.

Al poco tiempo, cambiamos de casa y de barrio. Ya necesitábamos sólo un coche y el dichoso 850 se fue convirtiendo en una pesadilla lejana de la que felizmente habíamos despertado.

No obstante y como era de esperar, el maldito coche le dio a su nuevo propietario los mismos disgustos que a nosotros, así que el mecánico me advirtió tres meses después:

—Oye, ¿sabes que fulanito, el del 850, os está buscando? Quiere deshacer el trato.

—Joder, tío. Pues por lo que más quieras, ¡ni se te ocurra decirle dónde estamos!

Pero Almería es un pañuelo y, durante un tiempo, mi mujer y yo vivimos en vilo y salíamos con miedo, no fuera a ser que…

jmferc43@gmail.com

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