La reforma educativa

Yo no sé ahora, pero en mis tiempos veíamos al inspector de uvas a peras. Mi inspectora se llamaba Dora Calzada: era una malagueña salerosa de la que guardo un magnífico recuerdo. Nos hicimos muy amigos. Yo tenía el curso de los niños de nueve y diez años los que están en la mejor edad; y, como entonces era muy trasnochador, a las nueve les ponía un montón de problemas, y los tíos funcionaban como universitarios. No daban un ruido y yo aprovechaba la hora para leer periódico y ponerme al día. A las diez iba al bar, me tomaba un café, y volvía a ser persona. Tanto es así, que propuse en el claustro comprar una cafetera a escote, y todos estuvieron de acuerdo. Cosa rara entre enseñantes. Dos años después, cuando me dieron la plaza en propiedad, cambié de colegio, y volví a proponerlo. ¡Casi me expulsan! Una profesora, una de esas que llevaban un mugriento bolso de palma colgado del hombro, y las faldas arrastrando,me dijo que aquello no era un club social. Poco después pedía la excedencia, y hasta hoy. No lo hubiera pasado bien en aquel ambiente.

Los tiempos cambian, pero no para bien, sino para todo lo contrario. En la educación no vamos por buen camino, porque no somos capaces de ponernos de acuerdo en lo fundamental: si el padre va por un lado, la madre por otro, la AMPA a la suya, y el gobierno de la comunidad… vaya usted a saber por dónde al niño se le va la olla; y, si aprende a leer, es porque los niños españoles son más listos que el hambre, digan lo que digan los del informe Pisa. Lo que pasa es que nos tienen envidia, porque España tiene sol y España tiene alegría. Y, si no fuera español, para España me vendría. ¿Vale?

Con mi inspectora malagueña me entendía de maravilla. En una de sus visitas, descubrió que los de octavo fallaban en la tabla de multiplicar. Tenían a una interina que, pobrecita, a las matemáticas no les prestaba mucha atención, porque ella no sabía calcular los porcentajes de aprobados y suspensos. Se llamaba doña Antonia, y era gallega ‑podría haber sido de otra región, pero era así‑; estaba casada, y vivía sola en una pensión. Cuando venía el marido de Galicia, estábamos sin verla toda la semana. Es lo que tiene el amor y el vivir lejos el uno del otro. En fin por acabar, que la inspectora me adjudicó a los de octavo el curso que nadie quería y allí se me acabó la buena vida. Pero todos aprendieron a multiplicar y a dividir.

Al año siguiente, Dora Calzada pidió el traslado ‑las cosas empezaban a ponerse de color de hormiga‑, y no volvimos a verla. El director me pidió que me hiciera cargo de los de octavo; y, como yo era un vocacional, dije que sí. Las chicas venían a clase con unos maquillajes, unos escotes y unas minifaldas, que yo no había visto en ningún tugurio de Barcelona; y conste que los conocía todos, y que cada noche me recorría unos cuantos. Al final de curso, sólo suspendí a uno que no había aparecido por clase en todo el año. Pues muy bien; la madre ‑una escopeta de cañones recortados‑ fue a quejarse al Ayuntamiento y me abrieron expediente. ¡Lo que estáis oyendo! (O sea, leyendo). Y aquí viene lo mejor.

Me desterraron a un colegio en el barrio de Sans ‑uno de los más catalanistas de la época‑, a sustituir a un maestro que se jubilaba, y me asignaron a los pequeñitos. Era el mes de abril y faltaban pocos días para san Jordi, patrón de Cataluña. Me llamó el director y, muy sonriente, me preguntó si había pensado alguna actividad para esa fecha. Yo le propuse pintar un póster en el que colaboraran todos los niños, y contarles la leyenda del santo. Le pareció bien y me puse en marcha. En pocos días, un precioso póster de dos metros y medio colgaba de la pared.

Tendríais que haber visto la cara del director cuando se lo enseñé. Pensé que le daba algo. El caballo era hermosísimo; el santo, bonito como un san Luis; el dragón escupía fuego por la boca, y los niños estaban encantados. Todos habían participado y yo me sentía muy satisfecho. ¡Si lo hago hoy me meten en la cárcel, y entonces no lo hicieron de milagro! Se me ocurrió pintar en el banderín de san Jordi, en vez de la cruz de color rojo… ¡el escudo del Real Club Deportivo Español! ¡Lo juro!

La bronca fue de las que hacen época; y de las amenazas, para qué hablar. El póster estaba pintado con TAKER (‘rotulador permanente’) y ya no había tiempo para hacer otro. Menos mal que uno es andaluz y, como tal, muy imaginativo: le dije muy serio que si le parecía bien con unos retoques, al lado del escudo del RCD Español, podía pintar también el escudo del Barça. ¡Qué peso le quité de encima!

A los padres normales les hizo mucha gracia ver a san Jordi llevando el escudo de los dos grandes clubes de la ciudad. A los otros, a los de siempre, a la mayoría, a esos que no encuentran mal que las criaturas pierdan el tiempo pintando esteladas (‘bandera independentista de Cataluña’), no les hizo ninguna.

Yo creo que la educación debe empezar por la familia. Si los padres no somos capaces de decirles a nuestros hijos lo que está bien y lo que está mal, ya los podemos mandar a Cambridge. Seguirán siendo unos ignorantes como nosotros.

Barcelona, 22 de noviembre de 2013.

roan82@gmail.com

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