3, 1

26-05-2012.

El chato Patrocinio Juárez era un desahijado que abandonaron encuerecido a las puertas del orfanato de Santa Florentina, en el distrito de Papaloapán. Por entonces, ni era chato ni tenía nombre visible. Sor Amapola lo encontró ya enmorecido del llanto y del frío, con las carnes suaves pero heladas.

Era aún muy de mañana, con la luz escasa de una luna pobre y alta en el cielo y un puño de estrellas desdibujadas, como si hubieran derramado sobre un mantel negro y opaco. Y fue allí mismo, en el zaguán enchinado del orfanato, tras el portón oscuro y atrancado de nuevo, donde lo volvió a la vida con el calor de su cuerpo, al resguardarlo dentro del hábito: carne con carne, pellejo con pellejo, corazón con corazón.

Y aquel niño, hambriento, se agarró al pecho de la monja con el ansia del náufrago que busca el tablón de la vida. De inmediato, sor Amapola sintió el milagro en su cuerpo. La resurrección de la carne. La llegada de una luz desconocida. Una luz lechosa y cálida. Su sangre comenzó a fluir a un ritmo diferente. La sentía correr por las venas, imparable, desbocada: del corazón a la cabeza, de la cabeza al pecho, del pecho al rostro, hasta enrojecerle las mejillas. Sus senos se le hicieron duros, tersos y brillantes como piedras lavadas por la lluvia; se agrandaron y se llenaron de un calor lechoso y perfumado, a punto de derramarse por los pezones.

Ella era virgen desde los catorce años, después de que el señor Doroteo Malacarne, el del potrero de Los Millares, la acorraló entre los pesebres, la volteó entre sus brazos y la llenó de babas, manotazos y cagajones y le enseñó aquel miembro burraco que luego desapareció dentro de ella, sin que nadie acudiera a sus gritos ni a sus llantos. Ni el cielo ni la tierra, ni el aire ni el fuego, ni espadas ni pistolas. Y los potros relincharon. Y las yeguas miraban asustadas con sus ojos despavoridos. Los gallos se espantaron. Ella dejó marcadas nomás, en el rostro cenizo de aquel viejo, tres bandas de arañazos en cada mejilla. Y huyó. Hasta que sus pasos la guiaron al refugio del convento. Ni aun después de muerto, al viejo Doroteo Malacarne se le secaron aquellas rayas sangrantes.

Y el niño recién encontrado mamó los calostros tibios de sor Amapola, se sació, y se durmió luego como un bendito.

Al orfanato de santa Florentina lo conocían en Papaloapán como el convento de las siete monjas. Porque, durante mucho tiempo, se encerraron en él siete mujeres de distinta edad y condición. Unas huían de algo y otras buscaban un algo al que agarrarse. De aquellas siete, cuando el convento se transformó por orden del gobierno en orfanato, ya solo quedaban cinco. Sor Devorata y sor Adorata, las más viejas, murieron a la par, el mismo día, a la misma hora y consumidas por la misma rescoldera; fue en los fríos que siguieron a las lluvias de octubre, antes de cantarse las posadas, porque aquellas paredes musgueaban de humedad; y el musgo se les metió en el pecho y les creció en los pulmones un como terciopelo verdoso que las asfixiaba; y, cuando tosían, echaban sangre verde.

Llegó el obispo, hizo genuflexiones, dio a besar el anillo, rezó el responso y salió huyendo. Llegó el presidente municipal, saludó al obispo, besó su anillo, se santiguó tres veces, dio una limosna y salió huyendo. Después de aquello, no entró en santa Florentina ni una sola monja más; y quedaron sor Venusiana, la encargada de la lavandería y la capilla, que amortajaba a los niños difuntos y los escapulariaba; sor Agrónoma, que se ocupaba del corral, el huerto y la cocina, y hacía con frecuencia las veces de enterradora de huérfanos; sor Amargura, la encargada de administrar los castigos a los arrecogidos y de vigilar el dormitorio y de subirse al tejado a reparar las goteras y de encalar los muros; sor Platonia, que ejercía el oficio de maestra y cantora para los que querían abrirse la cabeza con los números, las letras y la música y no con las peñadas; y sor Amapola, la más joven, a la que le habían reservado el encargo de vestir al desnudo, dar de comer a los que aún no podían sostener la cuchara, dar de beber al sediento y limpiar las culeras a los cagones.

Sobre el dintel de la entrada del hospicio, habían colgado un lema ‑«Dios iluminará tu mente»‑ que, con los fuertes vientos, se descabalgaba siempre de uno o de los dos clavos. Y allí que trepaba sor Amargura, enrollados los faldones del hábito entre las piernas, para volver a colgarlo. Aquellas eran muy semejantes a las palabras que Patrocinio Juárez oiría muchas veces de boca de sor Platonia: «La luz de Dios no entra en vuestras cabezas».

El chato Patrocinio Juárez, cuando lo dejaron expósito a las puertas del orfanato, ni era chato aún, ni se llamaba Patrocinio, ni su padre tenía Juárez de apellido. Todo fue obra de sor Amapola, que lo bautizó con el nombre de su propio padre y lo apadrinó bajo el apellido de otro padre, el de la patria mexicana, por su rostro zapoteca. Por eso fue, de entre los huérfanos, el único y diferente. El elegido. Y prevaleció.

El huérfano Patrocinio Juárez creció al amparo de la teta de la monja, de su leche tibia con dulzor de durazno y de sus ojos grandes como pétalos de rosa negra, temeroso de Dios y más aún de sor Amargura. A Dios no lo veía nunca por aquel caserón lleno de llantos, oraciones, gritos y malos sueños, por más que se esforzara, pero lo temía. Sor Amargura, en cambio, siempre estaba presente. Aparecía en cualquier rincón, como el demonio; y, como el demonio, miraba con su único ojo sangrante, el izquierdo; el derecho lo tenía vacío y tapado con un parche negro.

Durante la noche, si los huérfanos pequeños lloraban asustados o gritaban de miedo, sor Amargura aparecía con una lamparilla de aceite en la mano, se acercaba a un catre u otro, se levantaba el parche, los miraba con el ojo vacío, y los enmudecía. Otras veces, entreabría los labios para dejar ver sus dientes de tijeras dispuestos a dar mordiscos, enarcaba las cejas renegridas y tizonas que le llegaban hasta el borde de la toca ribeteada de la grasa de su pellejo plisado, tensaba el labio de arriba de modo y manera que aquella piel terrosa, seca y quebradiza amenazaba con caérsele a trozos sacándole a la luz los huesos amarillos, y resoplaba con la fuerza de un burro por su nariz esponjosa. De aquellas ventanas parecía salir vapor sulfurado. Ante aquella visión demoniaca, los pobres niños quedaban absortos y sin aliento: traspuestos. Sor Amargura era una mujer agria y bronca, con voz de cuatrero, que, hasta cuando rezaba, más parecía discutir con Dios que implorarle. Una monja untada de desilusión y soberbia. Le hubiera ido mejor un cinto con pistolas que un hábito con cíngulo y cruz.

***

juralopez42@msn.com

Deja una respuesta