Hasta dos años después no estuvo todo a punto. El gringo O’Reilly había conseguido varias victorias con dos de sus gallos, Malaspenas y Trompeto, tanto a uno como a otro lado de la frontera. Siempre lo acompañaba Lisardo, que se había convertido en un buen soltador, mientras que Feliciano quedaba en la gallera junto a la coreana Wu. Vigilante y custodio.
Y, al fin, el gringo O’Reilly se decidió a abrir su reñidero. Y preparó el acontecimiento como algo fastuoso. Apalabró combates para que duraran tres o cuatro días, si fuera menester. O hasta una semana. Vendrían galleros y apostadores de todas partes. Su mujer se ocupó de los festejos, junto a Feliciano. Deshojaron buenos fajos de pesos. Levantaron un tendejón a modo de cantina para que durante aquellos días se sirvieran mezcal, cerveza, agua de granada, ponche, limonada con miel, tequila; y, para los hambrientos, en los fogones trajinados por varias mujeres del pueblo, se prepararon nachos, tortillas con guacamoles, chiplotes, tacos, frijoles negros o puerco con achiote. Y para las mujeres y los niños freían buñuelos, rajas de crema y bolillos, y mandaron hacer dulcerías como moños de azúcar y el pan de muertos, el que se hace para el día de los difuntos.
Al maestro don Emérito Frondoso se le encargó la cartela con pintura roja que decía: El gallo de oro. Y bien que le pagó el gringo al maestro por aquella escritura, porque don Emérito, pese a los achaques del pulso, no derramó una sola gota de pintura. Y era un primor ver aquellas letras tan parejas y bien dibujadas.
La gallera relucía. Río Negrón empezó a bullir. Comenzaron a llegar galleros de sitios desconocidos. Haneul Wu, ayudada por Feliciano, había colgado linternas chinas, guirnaldas de papel de seda de todos los colores, cadenetas y banderolas de México y Estados Unidos. Para anunciar el acontecimiento, en la plaza del pueblo se quemaron cohetes voladores que asustaban en cada tronada a los pájaros que, levantando el vuelo, ennegrecían por un tiempo el cielo blanco de polvo. Los zagalones hacían explotar contra el suelo docenas de saltapericos cerca de las piernas de las muchachas, que huían entre gritos y picardías.
Cuando llegó el ómnibus de Madame Pigalle, que venía de San Luis de Río Colorado, como media hora antes de que arribara a la plaza ya habían salido los perros a su encuentro. Habían olido de bien lejos el polvo que levantaba y el olor de aquellas mujeres, tan distinto del de las de Río Negrón.
Madame Pigalle les había dicho a sus muchachas, cuando le preguntaron por dónde caía Río Negrón:
—Es un montón de casas apretujadas unas con otras, con una iglesia pequeña, un cura anciano y un pilón en un rellano a modo de plaza. Está en medio de la nada y camino de ninguna parte; d’acord? Pero habrá plata.
Madame Pigalle desconocía que el ómnibus de Santa Teresita llegaba a Río Negrón dos veces en semana, renqueante, envuelto en una nubarrada espesa de polvo, jaleado por los niños y ladrado por los perros hasta que se estacionaba delante de la fonda de Vladimir, el “Ruso”. A veces se bajaba alguien. Casi nunca subía nadie. Cristóbal Acevedes, el que lo manejaba desde hacía años, entraba en la cantina de la fonda y pedía a Manuelita Lapuente:
Y dejaba una flaca valija deshuesada en la barra. Si había qué llevar, llevaba; y si no, apuraba hasta la tercera cerveza seguida para desempolvar la gola, eructaba ruidosamente, se quejaba de su perra suerte, se iba a la letrina a orinar y volvía a subir al viejo y destartalado ómnibus. Saludaba con la mano a Vladimir, el “Ruso”, que ni lo había visto llegar, ni beberse las cervezas, ni subir de nuevo al cacharro renqueante que desaparecía como por encantamiento, como si se lo hubieran llevado los chamucos dentro de otra o de la misma nube de polvo que también lo esperaba a la salida y acompañado por los ladridos de los perros, que volvían luego arrastrando la lengua por el terrizo revuelto por los neumáticos.
La verdad es que Río Negrón hay veces que parece más cerca y otras más lejos, según sople el viento del desierto, que lo lleva al fondo de la nada y lo devora, o sople el viento de la cordillera. También por eso, y según y cómo, unas veces huele a infierno y otras a paraíso.
Hasta que no desaparecía en la nada el ómnibus de Santa Teresita, Vladimir, el “Ruso”, no levantaba la cabeza del único ejemplar que había caído en sus manos del periódico Krasnaya Zvezda, del ejército ruso durante la segunda guerra mundial. Vladimir ni se llamaba así ni era ruso. Su nombre era Pilatos. Pilatos Lapuente se quedó mudo de un pasmo, cuando chamaco, y se pasaba todo el día sentado a la puerta de su fonda, mirando como si leyera aquel periódico atrasado, mugriento y descolorido, por delante, por detrás, bocarriba y bocabajo, con aquellos dibujos enigmáticos de letras de otro mundo, que un día dejó olvidado en la cantina un extraño viajero del ómnibus de Santa Teresita. Vladimir no sabía que en aquellas páginas se hablaba de los avances de la agricultura socialista, de las ventajas de la deportación de los judíos a Siberia o de la traición de los kúlaks; se proclamaban las mejoras de la distribución del trabajo, de los planes quinquenales, de la importancia de cumplir los plazos de entrega de la producción, de los avances de la industria ligera y pesada, y del éxito de las cooperativas de producción en toda la unión soviética. Mientras, su hija Manuelita trajinaba en la fonda y la cantina, arrastrando su pierna carranca, la izquierda, que se le quedó así de una paralís.
Fue todo un espectáculo ver a la pirujas de San Luis de Río Colorado bajar del ómnibus con Madame Pigalle al frente: alegres, pintadas al estilo de Europa, algunas con el pelo cortado como los muchachos que dejaba ver sus cuellos desnudos, otras luciendo melenas con permanente o marcadas con profundas ondas como las actrices americanas, todas ellas con vistosos vestidos estampados, estrechos, que se ajustaban a las caderas, los pechos y los muslos. Calzaban zapatos de tacón y copete y medias finas de colores. Todas lucían flores prendidas en el pelo. Las que no se adornaban con flores de candelaria lo hacían con rosas chinas o flores del obelisco. Todas aquellas mujeres, a pesar del largo viaje, olían como diosas.
Como en Río Negrón solo estaba la fonda de Vladimir, el “Ruso”, con cuatro cuartos, dos letrinas y un corral, además de la cantina con dos hamacas, y Madame Pigalle lo sabía, se presentó con una novedad: trajo lonas listadas en rojo y blanco y azul, estacas, cañizos, soportes y tirantes, y herramientas para levantar, cerca de la gallera del gringo O’Reilly y lo suficientemente apartada del pueblo, una gran carpa como la de un circo y varios pabellones con separadores aviados con aguamaniles, toallas, catres de abrir y cerrar, almohadones, orinales de latón y porcelana, y un servicio de ambigú con poncheras y golosinas para que sus mademoiselles, como ella las llamaba, pudieran trabajar con comodidad y discreción y conseguir algunos pesos extras.
Las mujeres de Río Negrón, con la llegada de las pirujas de San Luis de Río Colorado, estaban rebotadas, revueltas y aguerridas, y miraban a sus hombres con los ojos torvos y los labios fruncidos. Sabían muy bien que aquellas mujeres eran muy hábiles en desfajar pantalones.
Cuando sucedió todo esto, el chato Patrocinio Juárez era aún un niño y estaba en el orfanato de Santa Florentina, en Papaloapán.