Constitución Española: Título II, Art. 56 – 3. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.
Dejando aparte ciertos hechos cercanos, respecto a la persona real (de los que se inferiría lo contrario), está muy claro este declarado constitucional. Único aplicable al Rey y no a sus descendientes ni en primerísimo grado.
Dejando también aparte el caso de la particular persona, consorte de hija real, que trae y traerá mucha cola. Y esto por obviedad manifiesta.
Es que acá, en estas tierras ibéricas, hay bastantes personas que se consideran como el rey. En lo tocante a no tener responsabilidades algunas sobre los hechos, acciones, omisiones y demás que realizaron o realizan y que, descubiertas para su dolor, tienen un claro carácter delictivo o de marcada negligencia, inoperancia, incompetencia en el ejercicio de sus funciones.
¡Pero acá nadie es responsable, ni se siente responsable! (No ya que se declare, motu propio, responsable de algo). Y, en tanto que no son responsables, hasta quieren llegar a ser inviolables; que los brazos de la legalidad y de sus administradores (los jueces) no los lleguen a tocar.
Hay quienes usan de marrullerías extremas para lograrlo. Marean la perdiz del procedimiento hasta llegar a punto muerto; trampas que fuercen o tergiversen lo investigado; prórrogas innecesarias que alcancen los tiempos de prescripción de los hechos demostrados; o el cambio de ciclo político que lleve a los escenarios a quienes engrasen y faciliten el final feliz. Es lo que casi siempre se lleva; sobre todo, cuando los implicados tienen paciencia, dinero y desvergüenza suficientes.
Los que se defienden detrás de su “aforamiento” especial, tergiversan así la misma Constitución que dicen defender (sean políticos o jueces):
Título Preliminar, Artículo 9 – 1. Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
CAPÍTULO SEGUNDO: Derechos y libertades, Artículo 14 – Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.
La clara redacción de estos artículos choca de frente, y la contradice, con el desarrollo posterior que los poderes públicos, blindándose como casta superior (real, pues) se ha adoptado. Los aforamientos especiales son patente de corso para lograr, por la intrincada senda del procedimiento, que los más flagrantes casos de conculcación de las leyes queden en meras circunstancias, anécdotas que al final se olvidan o se “perdonan” tras el paso del tiempo, y de los que no se logra alcance punitivo alguno.
A lo sumo, y como islotes desperdigados, algunas dimisiones voluntarias. Y a otra cosa.
Dimitir no es precisamente la virtud con la que más se distinguen nuestros administradores (jurídicos o políticos). Aquí nadie dimite si le tirasen agua hirviendo en el asiento (para despegarlo de una vez). Y, como saben que no se lo van a exigir con firmeza, bajo amenaza de cosas peores, los sujetos se sienten inviolables (real, pues) y se permiten burlarse de la sociedad muchas veces hasta a cara descubierta. Desvergüenza total.
A los niveles de cargos político-administrativos, la cosa ya es de charlotada. Se colocan o los colocan a dedo y por afinidades supuestamente político-ideológicas (lo cual es incierto, porque acá cambiar de chaqueta también es común), y de inmediato se dedican al faroleo, a gestionarse sus intereses particulares que ahora pueden hacerlo a mejor nivel, y a hacerse los locos (o ciegos, sordos, mudos) ante lo que suceda en su departamento. La dejación de funciones es casi inmediata nada más llegar al cargo. O se aíslan en una torre de marfil, lejano ya el bajo mundo. Cuando se descubre el pastel, se hacen los sorprendidos, declaran no saber nada (lo que ya debiera serles de cargo) y se declaran, ¡cómo no!, irresponsables de los hechos detectados (lo que debiera serles también de cargo). Y, con dimitir, si es que lo hacen, pretenden irse de rositas (que en su mayor parte lo logran).
En el ámbito de lo privado, tampoco es que las cosas vayan mejor; sobre todo, en las grandes entidades y corporaciones. A pesar de que las evidencias dicen que hay gestiones pésimas, que causan bastante perjuicio a la corporación o empresa, a los accionistas, a los trabajadores, se suelen zanjar con salidas más o menos discretas, pero con los bolsillos bien llenos. Cumplen aquello de premiar al más tonto. Tonto que no lo es tanto; primero, porque se marcha forrado; y segundo, porque, ¡oh, paradoja!, no le faltarán otros nidos donde buscar más lucro. Sueldazos de infarto para desgraciados con malísima leche y peor sentido del deber y del trabajo propio (pilotos que no saben pilotar el avión en el que los únicos con paracaídas son ellos).
Nos falta irnos a cazar a África para ser reyes. Pero no pediríamos perdón.