El chino O’Reilly nunca alcanzaría la paz, esa paz que dicen que hay detrás de los ojos definitivamente ciegos; la paz que se ve después de la muerte, como decía sor Amapola cuando se moría alguno de los huérfanos chiquitos. Pero el chino O’Reilly estaba muerto de otra manera. Los gallos le habían sacado los ojos a picotazos: ¡zas!, ¡zas!, ¡zas!, una y otra vez, mientras que extrañas hebras de luz roja quedaban enganchadas en el pico de algunos de aquellos gallos altivos con plumajes negros, rojos y azulones.
El hisopo del señor cura de Santa Rosa no le hará función ni rociará el agua bendita sobre su cuerpo, por más que tenga abiertos los brazos en cruz. No tendrá responso ni misa. Ni eso que dicen de Libera me, domine, de morte aeterna in die illa tremenda (‘Líbrame Señor de la muerte eterna, en ese día temible’),que esos son latines de cristianos. El chino O’ Reilly no creía en Dios, igual que su padre y su madre.
No llegarán ni el señor cura ni los monaguillos. Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla (‘Día de la ira aquel día, en que los siglos se reduzcan a cenizas’),como entonaban con tanta frecuencia en el orfanato. No reposarán sus huesos en el camposanto. Se cavará una hoya en cualquier sitio, lejos del pueblo, y se arrojará su cuerpo que sonará, ¡plomf!, seco y duro contra la tierra dura y seca. Se taparán sus huesos y su nombre para siempre; y, por piedad, se colocarán sobre la tierra de su sepultura piedras negras del río apiladas, para que las alimañas no remuevan la tierra y despedacen su carne muerta y se la repartan entre ellas. Y allí quedará, en cualquier parte, como su madre, Haneul Wu, y su padre, el gringo gigante Brady O’Reilly que tenía en su cabeza un trozo de metralla, recuerdo de la guerra de Corea.
En Río Negrón ‑como los chismes, cuanto más disparatados mejor‑, se creía que las noches de luna roja, desde el otro lado del río Negrón, adonde estaba la gallera, las piedras negras que sellaban las tumbas del gringo y su mujer se removían, la tierra se abría de nuevo y los huesos mondos de hombre y mujer se recomponían en sus esqueletos, atravesaban el puente de tablas, el que levantaron los gemelos de la Fuensalida, y se paseaban por las callejas del pueblo y tamborileaban con los dedos descarnados los vidrios de las ventanas de los enfermos, anunciándoles la muerte.
Todo eso estuvo pensando el chato Patrocinio Juárez, poco antes de entrar en la gallera del chino Winston O’Reilly la madrugada en que llegó acompañado de Natalicio Bonafé, que iba diez pasos por detrás, y de Macabeo Ridruejo, que se había quedado junto al carro estacionado, haciendo grandes fuerzas para no gargajear, a pesar de que la garganta se le estaba llenando de una flema verde y rojiza que le sabía a sangre. Solo se escuchaba el canto apagado de algún grillo y el tumulto de las tripas de Patrocinio Juárez, que le sonaban siempre que el asunto era grave.
Patrocinio Juárez llegó a la altura de la alambrada, adonde aún se mantenían enganchadas unas tablas con las letras ya descoloridas del aviso que escribió, por mandato de gringo Brady O’Reilly, Feliciano, el de Fuansalida Valcárcel, el hermano gemelo de Lisardo, que era, de los dos, el que sabía escribir:
ELQUESSALTEESTA VALLAYLLOLOPILLE
ENDENTROSBAAREPENTIRDEABERNASIO
YJO DE PUTA EL QUE SE SALTE ESTA BALLA
Y MARICONA
Con el sigilo de un reptil alcanzó el chato Patrocinio la puerta de la gallera. En el corral, empezaban a despuntarse algunos gallos. Las gallinas de cruce cacareaban a duelo. Los pavones, en sus jaulas, dormitaban aún emplumados y redondos. En el reñidero estaban prendidas dos lámparas de petróleo. Diez pasos más atrás del chato Patrocinio, seguía Natacilio cubriéndole las espaldas. Dentro había alguien.
Patrocinio Juárez desenfundó el pistolón. Miró a través de los vidrios polvorientos de una de las ventanas que daban al reñidero. Hizo una seña a Natalicio y este sacó de la pernera del pantalón un cuchillo de lengua ancha. Dentro seguía el chino O’Reilly, sin moverse, tiesito, tendido en el suelo, con los brazos en cruz y las patas abiertas. Algunos gallos andaban a su alrededor. Alguien los estaba espantando y ellos levantaban cortos vuelos, aleteando con rabia. Entonces pudo ver unos zapatos negros bien lustrados. Al chato Patricio Juárez el corazón le rebosó de rabia.