Una merienda nos vendría muy bien

20-02-2012.

En Campo, en ese acogedor pueblecito serrano enclavado en uno de esos muchos pliegues que la orografía de los montes Pirineos hacen, pasé casi un año, un crudo invierno, una fresca primavera, y un otoño cargado de nostalgia y recuerdos, pues los primeros días de mi estancia en esos lejanos lugares, tan distantes de mi hogar, de mis seres queridos, inundaron mi ser de cierta tristeza.

Cuando estaba en el campamento, a pesar de estar fuera de mi casa igualmente, nunca me acompañaron esos nostálgicos pensamientos. Las primeras cartas de mis padres y de mi novia me devolvieron la tranquilidad y la alegría, pues en ellas me daban fuerzas con sus palabras y consejos. Así pasaron los días, los meses y me aclimaté a seguir la vida como se presentaba.

Un día de los muchos que deambulábamos por esos parajes serranos, en una abandonada casa de campo, durante el invierno vi un pequeño gazapo que supuse se quedaría “trascachado”, cuando los dueños se llevaran a sus padres. Como íbamos varios, lo atosigamos y lo cogimos en un rincón, bajo unas tablas. Yo, que fui el que lo vi, me hice su dueño y en una caja grande lo metí y, a diario, le daba frescas hierbas y granos de los que teníamos para alimentar a los caballos enfermos.

Una mañana, vi que sus ojos los tenía un poco pegados, como se decía «con pitarras». Herví agua con unos granos de sal, se los lavé varias veces, hasta que se le curaron. Por entonces, yo había bajado a Graus y, en una librería, había comprado el libro de cunicultura Conejos y conejares; y, en los ratos libres (que allí eran muchos), me recreaba leyéndolo.

Frente a la cuadra de nuestra residencia, había más pajares y gallineros. Las gallinas, sin dueñas, estaban libres y deambulaban a su antojo por las calles. Por las tardes, sus dueñas las llamaban y les daban el último pienso; y nosotros… pensando y pensando en merendarnos alguna. En un estrecho callejón que daba a nuestra espalda, en la gatera, pusimos un lazo escurridizo con una cuerda que llegaba hasta nuestro aposento. Echamos unos granos de cebada dentro del agujero y fuera un buen puñado. Una hermosa gallina negra fue la atrevida que, con avidez, se comió los granos; asomó la cabeza y vio los de fuera: sacó una pata y después el cuerpo y la otra; en ese momento, tiramos de la cuerda y arrastrando y revoloteando le echamos mano y la escondimos debajo de un pesebre.

Al calor que la colectora daba, nosotros a su alrededor, pudimos pensar el final de esa pobre ave. El conejo, ya casi adulto, por unanimidad iba a correr paralela suerte a la de la gallina; así se acordó en esa reunión, pues la escasa comida que a diario recibíamos se mejoraría con una merienda. El sargento sabía que teníamos un conejo, pero de la gallina no le dijimos nada.

En la sección de intendencia que había allí, estaba haciendo su servicio por entonces un afamado matador de toros: José Roger Valencia III y era muy amigo del sargento. Le dijimos al sargento que, por su influencia, nos negociara un litro de aceite. Valencia nos lo dio. Por la tarde, con dos litros de vino en la cantimplora, unos chuscos que nos negociamos y los dos infortunados animales, subimos a un cerro de aquellos y, junto a una fuente, «nos pusimos como el kiko». La hermosa gallina estaba en plena puesta, pues tenía un huevo a punto de poner y un buen racimo de amarillas yemas.

Nuestra desdichada, vitamínica, alimenticia y nutritiva gallina no fue la única que allí se desplumó. Fueron muchas las que corrieron la misma suerte; como otros animales.

Viniendo de Graus, a unos kilómetros de Campo, hay un pequeño pueblecito: Morillo de Liena. En ese lugar había acantonada una compañía. Todos los domingos subían a Campo a oír misa en la iglesia del pueblo. Un domingo, con sorpresa, los vimos subir a todos luciendo en sus cabezas un brillante niquelado. Después, supimos que varios borregos fueron los causantes de que el jefe no se parara en pelos. En la montaña, una de las fuentes que generan trabajo y dinero es el ganado. A diario, se veían pasar nutridos hatos de borregos y cabras que, con sus abundantes excrementos, hacían a veces intransitables las calles. Muchos habitantes llevaban, en sus pies, pesados zuecos de madera. Cuando nevaba, se hacían más intransitables las calles. Los nativos arrastraban ese fango hacia las paredes; hacían montones que, cuando se derretía la nieve, era un buen abono para fertilizar los sembrados.

Una tarde noche de aquellas, pasó un nutrido hato de borregos. Había veces que dejábamos la puerta de nuestra cuadra abierta y los animales, al olor del grano, entraban dentro. Ese día, a caso hecho, la dejamos abierta. Entraron varios. Al intentar cerrarla, se marcharon todos menos uno, que entre todos retuvimos. Por las cartas de mis padres sabía yo el hambre que estaban pasando. Sin pan varios meses, y mi padre sin trabajo, pues era panadero; cuando recibía las cartas, me acordaba del año 40-41, cuando caí enfermo, que fue motivado por lo mismo: el hambre, la escasez.

Cuando a la noche vino el sargento y vio allí el borrego, no aprobó el hecho. Le abrimos la puerta y se marchó balando de alegría. Nosotros seguimos con nuestro pelo, aunque un poco contrariados, por el festín que habíamos perdido, pues también sentíamos el ramalazo del hambre que en esos años invadía España.

En esos crudos días de invierno, la única carretera que nos unía con la civilización se cortó a consecuencia del sólido elemento: el hielo. El suministro a la tropa era imposible; todos temíamos lo peor: el hambre. Pero como dicen un refrán en mi pueblo: «Dios aprieta, pero no ahoga». Las buenas y nobles gentes aragonesas no nos abandonaron y nos dieron suministros hasta que la carretera estuvo expedita.

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