Es que estamos tan negativos, tan obtusos, tan cerrados en nuestros prejuicios que no nos damos cuenta de que las cosas, en realidad, puede que no sean como aparentan.
Todo lo que nos está cayendo es para nuestro bien. Pero no un bien inmediato y tangible, materialista, sino algo a más plazo y que poco a poco se irá manifestando. Quizá, tal vez, “a lo mejor”, lo que en realidad esté en vías de suceder sea un cambio total en nuestras vidas, una modificación radical de nuestras ideas y costumbres. Una progresión-recesión que nos envíe definitivamente al modelo económico y social de cuando las cosas tenían dimensión humana, o el trabajo y el consumo se regían por normas consuetudinarias y sostenibles.
Vamos a ver. Con lo que está pasando, la primera consecuencia es que el consumo se detraerá bastante, así que, ¡albricias!, nos alejaremos a la fuerza de esta sociedad consumistocompulsiva que sólo tiene como meta el allegar productos, hagan falta o no, y que deben ser siempre los de última generación (los que se pasen unos días ya no nos interesan), los más caros, sea ese su valor real o no, y que, igual que compra, tira con la misma velocidad lo que supuestamente ya no está al día; se volverá a alargar (o intentarlo, esa es otra cuestión) la vida útil de lo comprado, sea de alimentación, electrodomésticos, ropa (¡ay, a los trajes se les daba la vuelta para que se pudiesen utilizar varios años más!), autos o cualquier útil aprovechable. Por lo mismo, se tirarán menos cosas a la basura, logrando de camino disminuir la contaminación, tan presente en nuestros municipios, sus caminos, en nuestros ríos, los mares y demás.
Ese no tirar las cosas favorecerá que la agricultura regrese a límites razonables, alejándose de alteraciones químicas, pues se demandará lo que se consuma a diario, y punto.
El gasto energético será muy inferior al decaer las necesidades fabriles y las domésticas, con el consiguiente beneficio también en la salud nuestra y de nuestro planeta. Los estados no tendrán que invertir tanto en este capítulo, saneando sus balances de comercio exterior y de deuda. Tal vez volviésemos al humilde orujillo en el brasero, sacado por la mañana a prender y metido, durante todo el día, debajo de la mesa de camilla.
El activo dinerario también se retraerá, con lo que se posibilitarán otras formas de relaciones comerciales y de prestación de servicios, como el trueque, o la aportación de trabajo personal como moneda. La banca, ante la contracción monetaria, volverá a sus orígenes de servicio, fundamentando sus operaciones en captación de ahorro remunerado y en la concesión de préstamos garantizados. La especulación en valores inertes, volátiles y ficticios desaparecería.
Se favorecería la conciliación familiar, al lograr que bastantes miembros de la familia estuviesen en casa (sin trabajo o con trabajo reducido), en torno a esa mesa de camilla ya mencionada, donde se comería comida tradicional, la de siempre, esa que da el colesterol justo (hasta tendríamos beneficios sanitarios), se charlaría e intercambiarían comentarios y tal vez se aficionasen algunos al rosario familiar vespertino. Los críos tendrían a alguien que les ayudase en las tareas escolares y se sentirían arropados y queridos, y todos los que pudiesen aportarían a las necesidades comunales según sus disponibilidades. Hasta crecería y se restauraría la autoridad paternal y habría más control de los vástagos. Creo, puestos ya a que la cosa funcione, que disminuirían los divorcios y aumentaría la natalidad.
Las relaciones laborales pasarán a un nivel más humano. Un de tú a tú que aclararía quién da el trabajo y quién lo demanda, quién decide y quién obedece, sin intermediarios que alteren y deterioren estas relaciones personales, que crean vínculos y lealtades. Y no hay nada mejor que un trabajador leal. En realidad, como la necesidad de trabajo se alterará y no será ya igual, dado el deterioro del círculo producción-consumo-producción, volveremos a unas estructuras fabriles en términos artesanales, para solventar y atender al consumo local y, como más, regional; y se reducirán en sus dimensiones. Volvemos a que esto también tiene su incidencia en los niveles de deterioro y contaminación del planeta.
Tanto parado tendrá más tiempo para su ocio (¡eh!, ¿alguien se acuerda de la milonga que nos vendían de la “sociedad del ocio”?) y para colaborar en tareas comunitarias de forma más o menos voluntaria; es que se podrían formar comunas laborales, dirigidas siempre a dicho servicio (hay ejemplos en marcha, aunque a escala reducida). Con la estructura familiar cohesionada y la compenetración entre los que trabajen y los que no, apenas si se producirían situaciones sociales alarmantes. Se habría llegado a la paz social, sin necesidad de mediadores en ello (ni de subvenciones).
Claro, tal vez se compartamentaría la estructura estatal y política actual, favoreciéndose el cantonalismo y la disgregación en zonas cada vez más independientes y autosuficientes, que buscasen la seguridad mínima de sus recursos, antes que exponerlos a la rapiña de los demás. Es una tendencia que ya se ve venir, al par de lo demás, y no es descabellado este efecto secundario, no deseable desde luego.
Verán ustedes que, en realidad, nos estamos acercando a la utopía. Curioso: la deseada por tantos que van de la mano de la llamada progresía. Es sólo cuestión de matices y de algunos retoques. Entonces, sí que alcanzaríamos la Arcadia Feliz. Amén.