Yo no tuve la suerte de conocer a mis abuelos, tanto materno como paterno. A mis abuelas, sí. A mi abuela materna la conocí aunque, siendo muy niño, tuve la desgracia de perderla, pero me acuerdo de lo afable y cariñosa que era conmigo. Mi abuela Mariana, la madre de mi padre, se murió casi en las postrimerías de la guerra, cuando yo era casi un mocico, con mis quince años.
¡Qué tiempos aquellos! Me acuerdo y los añoro, no porque la vida transcurriera sosegada y tranquila, nada de eso, sino porque en esa edad todo lo veía de color de rosa y todo para mí era nuevo. Cualquier cosa me seducía y me encantaba, a pesar de que vivíamos inmersos en una guerra con todo limitado y escaso. Mis hermanos José y Juan, en esos frentes del diablo, donde se jugaban la vida en cada momento.
Mi abuela Mariana, desde que la conocí, vivía sola en una habitación, que sus cuatro hijos le pagaban y cada mes le tocaba a uno mantenerla, pues entonces no había pagas para nadie, aunque hubiese trabajado toda su vida. ¡Cuántas veces le llevaba yo la comida, el mes que nos tocaba a nosotros! Y me gustaba, pues siempre me daba un terrón de azúcar morena que golosamente chupaba, mientras me contaba algún cuento de los muchos que sabía; y los contaba tan bien, que me hacía vivirlos, olvidándoseme el lugar y el momento en que vivía.
El mes del principio de la guerra nos tocó a nosotros mantenerla. Mi madre me dio seis perras gordas y me dijo:
—Llévaselas a madre Mariana.
Cuando no le mandábamos la comida, le dábamos esa cantidad. Mi abuela, en esos días, vivía en la calle Fuente Seca y allí me dirigí. Por el camino, noté y vi cómo grupos de gente iban invitando a todo el mundo «a los Frailes, que los van a asaltar». Salí corriendo y me fui con mis sesenta céntimos a casa de mi abuela; llamé a la puerta, que estaba cerrada, y pronto me abrió. Ella, con lágrimas en sus ojos e inundada de miedo, cuando entré, cerró la puerta enseguida. Por la ventana, se veía pasar a la gente con dirección a los Frailes.
—¡Hijo mío! —me dijo—. ¿Cómo has venido por esas calles llenas de herejes y gente endiablada? ¿Qué va a ser de nosotros?
Yo, tratando de consolarla, le dije:
—Madre Mariana, tú no temas que a ti no te hacen nada, pues no van nada más que a por los curas y los que tienen dinero: los ricos.
—¡Dios mío!, cómo te ha dejado tu madre salir con esta revolución que hay. Anda, vete enseguida y no te pares en ningún sitio.
Mi abuela era muy piadosa y cristiana. Encima de su cama tenía colgado un cuadro de Jesús; en el espaldar, tenía pendiendo un rosario que a diario, con mucha devoción, rezaba con sus misterios y sus letanías que entonces se recitaba en latín y que ella, pues tenía muy buena memoria, se lo sabía de carrerilla. Cuando llegué, noté que el rosario lo tenía en sus manos.
A pesar de que mi abuela me había recomendado que fuera corriendo a mi casa, torcí hacia el arco de la Cuesta del Losal, pero no lo atravesé, pues sentí decir a unos que subían: «Van a echar a un fraile por las murallas de la azotea del convento». Corrí para abajo y, efectivamente, alcé la cabeza y vi cómo entre varios hombres tenían cogido a un pobre fraile que, en el mismo borde de la azotea, se debatía porque no lo echaran por ese precipicio. Desde arriba, los que estaban protagonizando esa escena, decían dando grandes voces: «¿Lo echamos?». Muchos insensatos, desde abajo, les respondían: «¡Sí!». Hicieron varios intentos, pero gracias a Dios no consumaron el hecho.
Muchos nos subimos, atravesamos el arco, coronamos la cuesta, pasamos la calle del Carmen y fuimos a la iglesia de San Miguel, que estaba de par en par, lo mismo que la Basílica de San Juan de la Cruz, la puerta que hace rincón y la otra que da entrada al huerto. Al entrar yo, varios descamisados sacaban a un fraile joven, que supuse sería el mismo que intentaron echar al vacío. Detrás traían a otro lego entre achuchones y amenazas, mientras otros le preguntaban: «¿Dónde tenéis las armas?». Él, balbuceando mientras se subía las gafas, respondió: «No tenemos armas». Un cabecilla, de los muchos que había, le dijo a los del grupo: «¡Llevaos a los dos, con los otros, al Ayuntamiento!».