Un puñado de nubes, 67

12-09-2011.

Aquel día en que, recostado en una chaise-longue de la terraza-bar del hotel Schatzalp, Alfonso contemplaba el grandioso espectáculo de los Alpes, acababa de volver de los famosos baños termales de Bad Ragaz. Eran unos baños terapeúticos que con gran insistencia le había recomendado el médico chino para poder aliviar los fuertes dolores reumáticos del brazo derecho. Lo fastidioso es que Bad Ragaz se encontraba a unos cincuenta kilómetros de Davos y que había que ir en tren. «Todo sea ‑se decía Alfonso al despertar cada mañana con el brazo dolorido‑ por este jodido cuerpo que está envejeciendo demasiado aprisa».

Alfonso había llegado al hotel Schatzalp un sábado por la tarde y llevaba en él poco más de una semana. El plan terapéutico que le había indicado el doctor chino tenía que seguirlo al pie de la letra.

—Si quiere usted que dentro de dos meses se sienta casi restablecido, aunque no totalmente curado, es muy importante que respete esta hoja de ruta —le dijo el doctor en la segunda visita, mientras le alargaba un papel salido de la impresora—. Lea mi propuesta y, si está de acuerdo, ponga su firma ahí abajo en donde figura su nombre. Es necesaria para los seguros.

En la hoja estaba escrito que tres días por semana ‑lunes, miércoles y viernes‑ tendrían lugar, por la mañana de 9 a 11 horas, las sesiones de acupuntura. Los martes y los jueves por la tarde los pasaría en los baños de Bad Ragaz. Alfonso firmó la hoja y pensó que, entre baños y acupuntura, quizás valiera la pena estar ocupado casi toda la semana durante dos meses.

—Los fines de semana los dedicaré al senderismo. A ver si así —se dijo— recupero la salud de una vez y vuelvo a Sevilla como nuevo.

Eran poco más de las seis de la tarde, aquel día en que desde la terraza-bar del hotel Alfonso veía que el macizo montañoso Jakobshorn ya empezaba a mostrarse anaranjado. De su mano izquierda colgaba suavemente una gran copa. Era sábado y le quedaban algo más de tres cuartos de hora para degustar la deliciosa piña colada que acababa de servirle el camarero. A las siete en punto, como era costumbre en tierras suizas, tendría lugar la cena. Casi mecánicamente se acordó Alfonso del bar La Luna con sus pobres mesillas de madera y las sillas de anea, de la sonriente y agradable Amalia y del calzonazos Indalecio. A León, al buenazo León, no lograba imaginárselo en bañador, paseándose con el torso desnudo por las playas de Sanlúcar, con los nietos de la mano. Se estaba diciendo Alfonso que, después de la cena, pensaba pasarse por el casino a jugarse unos francos en la ruleta, cuando sintió que una mano se apoyaba mansamente en su hombro y que una voz reposada le decía casi al oído:

Bonjour, mon cher Alfonso. Ça fait un bail qu’on ne s’est pas vu! Qu’es tu devenu?

Alfonso volvió la cabeza y con gesto sorprendido se preguntó quién podía ser aquel hombre maduro con la barriga abombada, que parecía esconderse tras unas oscuras y desmesuradas gafas de sol, tocado con un sombrero tirolés y luciendo una ancha sonrisa que dejaba al descubierto una magnífica dentadura blanca.

Tu ne te souviens plus de moi? Allons, Alfonso…! —y el hombre emitió una sonora carcajada que Alfonso reconoció inmediatamente: era su viejo amigo y colega de la Nestlé Maurice de Richemont—.

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