León no se cansaba de contar a su hija Teresa su boda en Montealto. Sus palabras brotaban espontáneas del pecho y literalmente revivía aquellos recuerdos, como si se viera vestido con aquel traje negro de paño que le hacía sudar como inglés en desierto. Sus ojos se agrandaban cuando hablaba de la novia «más guapa del mundo, con su vestido blanco y la cola larga. Llevaba el pelo corto –como lo tienes tú ahora– con una rosa primorosamente enganchada que resaltaba aún más la belleza natural de su cara». En fin, Amalia era la mujer con la que siempre había soñado.
—¿Sabes quiénes eran los padrinos? —preguntó a Teresa que lo escuchaba con los ojos inocentes de los niños—.
—Claro, mi abuela Ana y mi abuelo Rafael, “el Sevillano”. Me han contado que el padrino fue a comprar los puros a Andorra. ¿Es cierto eso?