Un puñado de nubes, 23

23-03-2011.

Sentada a la mesa y con los brazos cruzados, Amalia los contemplaba: estaban de pie, estirados, el uno frente al otro, casi nariz contra nariz, mirándose con los párpados abiertos como abanicos, los ojos casi saliéndose de sus órbitas y las manos aferradas a las respectivas solapas. Asustada, Amalia se levantó del asiento, se acercó a ellos y juntando las palmas de sus manos como si iniciara una plegaria, musitó:

—No, por Dios, por mí no; que yo no he venido a esto. Que he ido a la peluquería tan contenta, para arreglarme un poco el pelo, y me he puesto lo mejorcito que tenía —creyó Amalia que la cosa se estaba poniendo fea y allí, en la cafetería, delante de otras personas, con las camareras pendientes de ellos tres—… A ver, que yo me voy por donde he venido y santas pascuas. ¡Ay, qué sofoco, por Dios!

—Bien, vale, vale. Dejemos nuestras diferencias para más tarde. Ya dirá Amalia a quién de los dos prefiere —ofreció León para cerrar el asunto—.

Amalia, nerviosa y complacida, dentro de su desconcierto, no había atinado a ver cómo Alfonso y León se habían cruzado varios guiños cómplices para elevar el falso tono crispado de la fingida altercación.

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