Un puñado de nubes, 27

01-04-2011.

León no se cansaba de contar a su hija Teresa su boda en Montealto. Sus palabras brotaban espontáneas del pecho y literalmente revivía aquellos recuerdos, como si se viera vestido con aquel traje negro de paño que le hacía sudar como inglés en desierto. Sus ojos se agrandaban cuando hablaba de la novia «más guapa del mundo, con su vestido blanco y la cola larga. Llevaba el pelo corto –como lo tienes tú ahora– con una rosa primorosamente enganchada que resaltaba aún más la belleza natural de su cara». En fin, Amalia era la mujer con la que siempre había soñado.

—¿Sabes quiénes eran los padrinos? —preguntó a Teresa que lo escuchaba con los ojos inocentes de los niños—.

—Claro, mi abuela Ana y mi abuelo Rafael, “el Sevillano”. Me han contado que el padrino fue a comprar los puros a Andorra. ¿Es cierto eso?

—Recuerdo que estuvo tres días sin aparecer por casa. Cuando volvió, dijo que había estado en Andorra; pero yo creo que se fue a Sevilla a celebrar por su cuenta y riesgo la boda de su hija. La abuela nunca lo perdonó. La boda fue inolvidable. Asistió todo el pueblo de tu madre y un autobús completo de Valdelduque. Por la comida, pareció una boda gitana y hubo baile hasta las tantas de la madrugada. Todos bailaban. Tu abuela Ana se marcó un pasodoble, mi hermano Antonio salió por sevillanas y todos hicimos corro, saltando al centro todas las mozas por parejas. Después hicimos el chocarrero, moviéndonos al son de “los pajaritos”; y acabamos bailando la conga, cogidos por las cinturas.

 

Creo que León procuraba con sus recuerdos alargar un poco su vida, las vidas de todos.

«María Teresa, yo te bautizo en el nombre del Padre…». León no podía ni quería olvidar aquellas palabras que el anciano cura don Pascual pronunciaba con ostentosa solemnidad.

—Lo que no sabes, hija, es la de cuentas que hacía tu otra abuela, Valentina, porque nunca entendió cómo a una niña que pesó casi cuatro kilos al nacer podían decir que era «prematura». Y volvía a contar con los dedos «agosto, septiembre, octubre…». ¡Pero no te rías!

Luego le contó que en el bautizo, la chiquillería pedía el tradicional «roña, roña» y exigiendo «el chavico» que los padrinos ‑el tito Antonio, hermano de León; y Pilar, la hermana de Amalia‑ repartían con generosidad. Ya en casa, celebraron el feliz acontecimiento con una gran fiesta en la que hubo garbanzos “tostaos”, palomitas de maíz, tortilla de patatas y ensaladilla rusa, para terminar con el hornazo de huevo duro y con un chocolate caliente y churros.

—Pero esto ya fue en Sevilla y no es lo mismo.

—Prometiste contarme un secreto que no sabía ni mi mamá —le pidió Teresa, poniendo cara de mimo—.

León asintió con la cabeza, pero como fatigoso, mirando el reloj, exclamó:

—¡Pero si son las siete! Venga, vete a tu casa que yo tengo que ver a mi amigo Alfonso para un asunto muy importante. Otro día te lo cuento.

***

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