Un puñado de nubes, 25

 

28-03-2011.

Amalia levantó por última vez la mano en un gesto de saludo a León, que aún permanecía parado viendo partir el taxi; y se hundió, pensativa, en el asiento trasero del coche. Le apretaba la faja pantalón que llevaba puesta desde por la mañana. Dejó su bolso de imitación de Prada a un lado y se desabrochó la chaqueta. El taxista, de mediana edad, la miraba de vez en cuando por el espejo interior. Amalia estaba confundida por todo lo ocurrido aquella tarde. No podía creer que aquellos dos hombres hechos y derechos, como dos trinquetes, se dijeran aquellas barbaridades en público, en aquella elegante cafetería de jóvenes camareras uniformadas, y dejaran entrever sus rencillas ‑sus viejas rencillas; no cabía duda‑. Y todo por ella. ¡Impensable, hacía solo unas horas! Además dos hombres de buena presencia, se les veía educados, bien vestidos, gente con mundo. Nada que ver con esos viejos arregladitos y caducos que desfilaban por el plató del programa de sobremesa de Canal Sur. Alfonso y León parecían hombres de posibles. Pero no era la comodidad y el dinero lo que ella buscaba en realidad. Si había dado aquel paso era por encontrar a alguien con quien compartir el tiempo que se le escapaba y salir de la cruel soledad en la que vivía

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