Un puñado de nubes, 16

07-03-2011.
Antes de salir, León se miró al espejo en forma de sol, que colgaba en la pared del pequeño vestíbulo. Se ajustó el nudo de la corbata (roja, había convenido con Amalia y tuvo que alargarse al centro comercial próximo, a comprarla en una tienda especializada en camisas y corbata de caballeros) y una mueca de media sonrisa compasiva se le dibujó en sus labios delgados. «Los años han hecho muy buen trabajo», pensó al ver su imagen reflejada. En el fondo se sentía como un ridículo adolescente en su primera cita seria. Decididamente salió de su casa, camino del bar donde se iba a encontrar con una mujer después de tantos años de viudez. Aquella inquietud y desasosiego bien contenido lo rejuvenecía. Al menos, eso pensaba él. Pero luego, realista, reflexionaba: «La vejez no es otra cosa que los despojos de la juventud».
La tarde desapacible y gris volvía a amenazar lluvia. Aun así, decidió acercarse a la floristería Abril que estaba cerca del mercado. A esa hora podría estar ya abierta. Creyó que resultaría galante aparecer con unas flores. Un detalle que suelen valorar las mujeres, aunque lo nieguen. Y de nuevo le surgió un dilema. ¿Qué flores serían las más acertadas? ¿Cuáles le gustarían a Amalia? Rosas no, por supuesto. Las rosas eran las preferidas de su mujer. Sería como si la estuviera traicionando aún más. Los gladiolos resultaban aparatosos por la longitud de sus tallos. Tal vez las margaritas o las dalias. La chica de la floristería le aconsejó:

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