04-03-2011.
—Mi abuela, mis padres y mi hermana Pilar viven en la casa que les dejó mi abuelo. Es una casa de campo, a las afueras de Montealto. Mi padre se llama Rafael Quesada y mi madre Valentina Leyva. Proceden de Almería, tierra de bravas mujeres y de uvas exquisitas —instruía Amalia mientras conducía—. Mi padre se ha dedicado toda su vida a las faenas del campo y mi madre hace de todo: la casa, la comida, la ropa, ayuda en las faenas del campo, incluso vende a los vecinos los productos de temporada, como tomates, pimientos, lechugas… Es un factótum. Un tesoro de los que quedan pocos —aseguraba orgullosa, Amalia—.
La hermana pequeña de quince años, Pilar, estudiaba bachillerato en el instituto de la capital. Empezaba las clases a las ocho de la mañana y las terminaba a las tres de la tarde. Un autobús la dejaba todos los días en el cruce de caminos, a dos pasos del cortijo.
Ron olisqueó el coche de su ama antes de llegar. Era un perro labrador cordobés cruzado, todo blanco, de algodón largo menos el hocico negro y tintes marrones en las orejas, con una oreja tiesa y la izquierda tumbada por defecto al nacer.