En una mesa, discretamente apartada de las miradas inoportunas, conversaban Amalia y Alfonso. León, antes de dirigirse hacia ellos, pensó que aquella mujer lo había defraudado. Pronto había mostrado su actitud coqueta y frívola, aceptando la invitación de otro hombre con el que ni siquiera se había citado. Sin embargo, no quiso echarle toda la culpa a Amalia. Alfonso habría tenido que ver mucho en aquella jugada. Porque lo que habían hecho era una mala jugada. Así que intentó sacar cierto cinismo, al que no estaba acostumbrado, y decididamente se llegó como si nada a la mesa de Amalia y Alfonso.
—Hombre, Alfonso, ¿quién iba a pensarlo de ti? ¿Tú acompañado de una mujer? ¿Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras? —espetó sonriente y preguntó con sorna—. ¿No me la presentas?
Amalia enrojeció de inmediato. Reconocía perfectamente aquella voz: la misma que había estado hablando los últimos días con ella por teléfono. Miró al recién llegado y comprobó que llevaba una flamante corbata roja. Le alargó, indecisa, la mano cuando oyó decir a Alfonso: