Como si fuera a una cita ansiada, la joven rubia cruzó con avidez los pocos metros de césped que separaban la verja de hierro forjado de la bruñida puerta de madera de roble. Apoyó sobre ella la palma de la mano y la empujó levemente. La alfombra de un pasillo inundado de luz se abrió a sus ojos. Al fondo del corredor, de pie y cubierto solo con un albornoz, estaba sonriente don Alfonso. Se le veían las peludas piernas desnudas y los pies enfundados en unos escarpines.
—Eres muy puntual, Aymara —le dijo con voz amable—. Adelante: estás en tu casa.
La llamaban Aymara, pero su verdadero era nombre era Rosalva. Llegó a España cuando tenía 18 años, pensando que trabajaría como empleada doméstica en casa de una familia madrileña de alto nivel económico. Al llegar a Barajas, la mujer que le había pagado el billete y procurado el ficticio contrato la puso en manos de un señor muy bien vestido y con el pelo golosamente engominado. Decía llamarse Luciano y se ofreció a llevarla en su coche a casa de la familia, pero la metió en un hotel-cabaré de las afueras de Madrid. Como única respuesta a sus tímidos interrogantes, Luciano la encerró a empujones y patadas en una habitación.