Amalia levantó por última vez la mano en un gesto de saludo a León, que aún permanecía parado viendo partir el taxi; y se hundió, pensativa, en el asiento trasero del coche. Le apretaba la faja pantalón que llevaba puesta desde por la mañana. Dejó su bolso de imitación de Prada a un lado y se desabrochó la chaqueta. El taxista, de mediana edad, la miraba de vez en cuando por el espejo interior. Amalia estaba confundida por todo lo ocurrido aquella tarde. No podía creer que aquellos dos hombres hechos y derechos, como dos trinquetes, se dijeran aquellas barbaridades en público, en aquella elegante cafetería de jóvenes camareras uniformadas, y dejaran entrever sus rencillas ‑sus viejas rencillas; no cabía duda‑. Y todo por ella. ¡Impensable, hacía solo unas horas! Además dos hombres de buena presencia, se les veía educados, bien vestidos, gente con mundo. Nada que ver con esos viejos arregladitos y caducos que desfilaban por el plató del programa de sobremesa de Canal Sur. Alfonso y León parecían hombres de posibles. Pero no era la comodidad y el dinero lo que ella buscaba en realidad. Si había dado aquel paso era por encontrar a alguien con quien compartir el tiempo que se le escapaba y salir de la cruel soledad en la que vivía
—¿Me dijo a la estación de autobuses de Plaza de Armas, verdad? —preguntó el taxista, más por pegar la hebra que por asegurarse del destino—.
—A Plaza de Armas, sí.
—No entendí bien lo que dijo su marido.
—No es mi marido.
—Ah, perdone, creí que…
—No tiene importancia. Soy viuda.
—Si usted me lo pide, no lo sentiré —dijo dicharachero el taxista—.
—Hace ya muchos años de eso… El señor que me acompañó hasta este taxi es… un amigo.
—Ya —dijo el taxista, suponiendo más de lo posible—.
El silencio se hizo de nuevo. La ciudad en el atardecer grisáceo parecía más triste de lo ordinario. Incluso parecía sucia.
En la cabeza de Amalia daban vueltas y vueltas los momentos vividos: la confusión primera; la gentileza del falso León que luego resultó ser Alfonso, con su mirada extraña y sensual, pero algo escéptica; su expresión inquisidora; su manera de hablar tan supuesta, tan seguro pero desencantado, como si hubiera recorrido mucho mundo y estuviera de vuelta de todo. Le pareció algo enigmático. Debía de esconder algún secreto. «¿Y quién no esconde algo dentro de sí?», se dijo. Y, luego, la inesperada entrada en la cafetería del verdadero León, más natural, con aquella voz envolvente y agradable, su sencillez, su manera de vestir, de decir las cosas hasta cuando se enfrentó a Alfonso y a punto estuvo de sacudirlo. Dos hombres tan distintos. Y los dos le parecían atractivos, cada uno a su modo. No sabría elegir entre ellos. Era curioso –pensaba‑, tanto tiempo sola, en su mundo de rutinas, sin que sucediera nada de interés en su vida, con un pasado doloroso, unos duros recuerdos y, de pronto, aquella tarde, dos hombres interesantes habían entrado en su vida como un vendaval inesperado, poniendo patas arriba su alma aturdida y apagada. Ella había acudido a aquella cita por ver, por probar, indecisa, sin confianza; y ahora, en el taxi, se hacía preguntas y más preguntas. Más de las que nunca se había hecho. ¿Quería volverlos a ver? ¿A los dos? ¿Por separado? ¿Juntos los tres? Se asustó al reconocer algo extraño y excitante que se producía en su interior con solo imaginarlo. Qué pensarían si descubrieran lo que se le había ocurrido: ¡los tres en la misma cama! ¡Dios santo! ¿Cómo se le había venido a la mente aquel disparate? No dejaba de ser una guarrada, de esas que se ven en algunas películas. Y ella no era una fulana. Hizo un gesto con la mano como si quisiera espantar aquella indecencia que le había aparecido en la cabeza. ¡Desnudos los tres, en una cama! ¡Qué disparate! Jamás le había pasado una cosa así por su imaginación. De todos modos, no quería dejar la oportunidad de volverlos a ver, de tenerlos cerca, de averiguar más cosas de ellos, de tratarlos y, si se terciaba… Ella, al fin y al cabo, era libre y no tenía nada que perder.
El taxi se detuvo ante las escaleras de entrada de la estación de autobuses.
—Son ocho cincuenta. Como el señor me dio…
—Quédese con la vuelta.
El taxista se bajó y le abrió la puerta, sonriente y agradecido: una propina así no se la habían dado nunca.
Amalia se apeó como la reina de Inglaterra, se abrochó la chaqueta, sujetó su bolso con fuerza -no se fiaba de la gente rara que merodea por los andenes- y subió resuelta hasta la plataforma de las ventanillas. Una ráfaga de aire desagradable la estremeció.