La gracia de Andalucía: el padre Rafael Navarrete, 1

29-03-2011.
Hace unos meses, me reuní con Manolo Valenzuela y María José, su esposa. Decir que Manolo está igual, me parece excesivo, pues treinta y cinco años son algo serio. No obstante, su aspecto es magnífico y mantiene una extraordinaria mentalidad positiva y vital; su esposa, un encanto.
Me habían llamado con antelación, para anunciarme que venían en viaje turístico‑cultural a Barcelona y que les gustaría verme.
Al cabo de unos días, me llamaron desde el hotel. Habían llegado a Barcelona y, más o menos, hacia las siete y media de la tarde creían que terminaría la visita programada al museo de Historia de la ciudad.

Dejé el coche en el aparcamiento de la Plaza de la Catedral y me dirigí a su encuentro. El conserje del museo me dijo que unos visitantes con acento sevillano estaban a punto de terminar la visita. Esperé. A los pocos minutos, Manolo y su esposa, acompañados de unos amigos de Sevilla con los que pronto establecí una excelente comunicación, estaban en la Plaza del Rey donde ‑según parece‑ hace unos cinco siglos, los Reyes Católicos recibieron a Colón al regreso de uno de sus viajes por el Nuevo Mundo.
Cenamos en el Puerto Olímpico. Sus amigos habían conocido recientemente al padre Rafael Navarrete y asistido a algún curso de formación matrimonial impartido por él. Inevitablemente, la conversación se centró en el que en otra época fue nuestro singular Prefecto.
Malagueño de pro, el padre Rafael Navarrete Loriguillo era un hombre joven, jovial, con ciertas dosis de ingenuidad, que le conferían un gran atractivo; seguro de sí mismo, de una enorme dimensión humana, alto, fuerte, simpático, activo, optimista y emprendedor. Me hablaron de su labor “pastoral” con matrimonios en Sevilla y de sus tres libros publicados en San Pablo Editorial, que recogen sus experiencias y doctrinas. He comprado los libros y pienso leerlos con sumo agrado.
En la cena, nuestra charla discurrió acerca de las normas, los preceptos, las genialidades y caprichos que de su paternidad venerable, soportamos estoica y disciplinadamente.
Haría falta un libro entero para recoger las múltiples anécdotas de un hombre tan peculiar. No obstante, creo que ésta que explico a continuación expresa de forma especial la forma de ser y de pensar del entrañable padre Navarrete.
Hacía ya unos meses que iba yo maquinando cómo “trabajarle” para que me dejara ir a Valencia en época de Fallas; pero, evidentemente, ni yo disponía de dinero para acometer el viaje en solitario, ni podía plantearme pedirle un permiso para presenciar la “Plantá”, la “Petardá”, la “Mascletá” o la mismísima “Nit del foc”.
Me costó, pero al final encontré la que, desde mi punto de vista, era una magnífica solución para resolver el problema. Se trataba de elaborar una ley, lo más amplia y consensuada posible, que me permitiera ir a Valencia sin incurrir en tratos de favor, amiguismo o compadreo. Esta ley debería ser aprobada por el padre Prefecto personalmente, a propuesta mía. Después, habría de hacerse extensiva a todos los alumnos que quisieran viajar a visitar las Fallas.
Nadie podría acusarme de enchufe ni mangoneo y del hecho podían derivarse sustanciosas ventajas para mí: la primera, viajar; y la segunda, no pagar. Política y democracia unidas, al servicio del pueblo, que era yo. ¿O no?
—Piense, padre —decía yo—, lo bonito que sería organizar un viaje institucional a Valencia con el máximo número de alumnos, en autocar y con una gran pancarta en la parte posterior en la que se leyera «LA SAFA A LAS FALLAS». Imagínese, una vez allí, en la Plaza del Caudillo ‑perdón, hoy del “País Valencià”‑, cincuenta o sesenta alumnos cantando el himno a Valencia y siendo el centro de atención del público asistente que, sin duda, en estas fechas abarrotará la Plaza, y usted con nosotros.
Rápidamente supe que había dado en la diana. Su expresión le delataba: la respuesta sólo podía ser una. Al padre Navarrete le seducían las formas sociales, el cuidado personal, la elegancia en lo externo, las buenas formas; en una palabra: sentía fascinación por el aparato y la ostentación. Detestaba los pantalones vaqueros y las zapatillas de deporte. Era un hombre que buscaba para nosotros “brillo y nivel social”. Decíamos, a modo de crítica, que lo que realmente deseaba era ser director del colegio Portaceli de Sevilla. Por tanto, las ideas de promoción, exhibición y lucimiento del colegio o de sus alumnos le transportaban a lo más alto, y fácilmente se entusiasmaba con un planteamiento en este sentido, si se le exponía debidamente.
—Creo que tienes razón. Vete a .hablar con el dueño de “Autocares Hernández” y pregúntale cuánto nos cobraría por el viaje. Di que vas de mi parte.
—Sí, padre.
Aquello había sido una orden y yo me apresuraba a obedecerla en toda su extensión.
A partir de aquel momento, cumplir con la exigencia del Prefecto significaba que podía saltarme todas las clases necesarias para ejecutarla y, ¡ojo!, el número de clases lo determinaba yo, que disponía de la más amplia libertad de movimiento y actuación, que disfrutaba de absoluta impunidad, que gozaba de la facultad de elegir los colaboradores circunstanciales oportunos ‑léase Miguel Damas, siempre dispuesto al escaqueo; Ruiz Vargas, que ya tenía sus amoríos; Cano Chinchilla, al que, a pesar de su seriedad, nunca le amargaba un dulce; además de todo el que necesitara ausentarse en un momento dado‑ para refuerzo y asistencia a mi gestión. En resumen, podía escabullirme solo o en compañía, siempre que quisiera y, si algún profesor despistado, incapaz de valorar la situación, cometía la torpeza de preguntarme las razones de todo aquello, podía contestarle con la más absoluta de las displicencias:
—Hable usted con el padre Navarrete.
Si alguien conoce un grado de felicidad superior, a los dieciséis años, que me lo cuente.
Hablar con el Prefecto sólo era fácil si don Fernando Cueto, profesor de Geografía, serio, noble y abrupto como las montañas de su Cantabria natal, te expulsaba de clase y te enviaba a la puerta de su despacho. En caso contrario, aquello ya tenía más trámites. En primer lugar, debía pedirse permiso al inspector de turno, que era un “curilla” y que lógicamente se mosqueaba y trataba de averiguar qué razones te empujaban a “evacuar” la consulta, diciéndote que el padre Prefecto siempre estaba muy ocupado, o preguntando si tenías alguna queja, o que si él podía ayudarte en algo. En fin, que ellos también vivían su “particular canguelo”.
No era mi caso. Yo podía hablar con el padre en todo tiempo y lugar, con ocasión y sin ella. Por tanto, hice la gestión lo antes que pude. Me entrevisté con el señor Hernández, alto, fuerte y campechano como un camionero y, a mi regreso, me fui directo al despacho del Prefecto.
—Que dice el dueño de Autocares Hernández que nos cobra dieciséis mil pesetas por el viaje; pero que usted y yo no pagamos —le dije con gesto pícaro de aceptación—.
El padre Navarrete era un hombre muy alegre. Su sonrisa dejaba al descubierto sus incisivos superiores, montados uno sobre el otro, lo que le confería una irresistible simpatía y capacidad de seducción.
Continué hablando.
—He calculado que, como el autocar es de sesenta plazas, cada uno habrá de pagar unas doscientas setenta y cinco pesetas. En previsión de que faltase algún asiento por ocupar, creo que deberíamos cobrar trescientas por viajero; y, si se ocupan todas, pues se devuelve el dinero.
—No, Dionisio. Tú cobra a razón de doscientas diez pesetas por plaza.
—Padre, eso es imposible: faltará dinero.
—Escúchame con atención y no te preocupes.
Y, a continuación, recibí mi primera clase de cómo negociar con directivos, según una técnica única y genial, que hasta el día de hoy ha sido uno de los “secretos mejor guardados” de mi formación, en este caso empresarial. Le escuché atentamente.
—Falta casi mes y medio para las Fallas. A partir de hoy, has de ir a hablar con el señor Hernández cada cuatro o cinco días y le vas informando de cómo funciona la venta de localidades —yo no perdía detalle—. Al principio, has de estar tranquilo. Coméntale que el viaje se está vendiendo bien y que no habrá problemas. Más adelante, a medida que se aproxime la fecha de la marcha, le vas diciendo: «Esta semana no he vendido nada» o «Sólo tengo diez mil quinientas pesetas», pero que no se preocupe, que llegaremos a las dieciséis mil y así vas alargando el cierre de la operación hasta los días próximos a la partida.
—De acuerdo, padre.
—El día antes de la marcha, te vas con doce mil quinientas pesetas en un sobre cerrado, se lo entregas y le dices que esto es todo lo que hemos podido conseguir. Él ha de creer que, si acepta, vamos a Valencia; y que, si no, suspendemos el viaje. Ya verás cómo, antes de dejar el autobús en la cochera y perder doce mil quinientas pesetas, accede a llevarnos.
—Pero se puede enfadar conmigo y echarme de la oficina a gorrazos.
—Buena observación. Si se enfada, tú me lo dices. Lo llamo por teléfono, voy a visitarlo y le digo que no puede hacer caso de un chiquillo, que el colegio es mucho más importante y que detrás de ti, evidentemente estamos nosotros para respaldarte, apoyarte y resolver cualquier problema. Tranquilo.
El plan se presentaba sencillamente perfecto, limpio, sin fallos ni fisuras. Me gustó y puse el alma en cumplir la misión con diligencia y precisión. Así, cada semana me daba un “piro” en busca del señor Hernández, un hombre atento como buen negociante, y charlaba un rato con él. Perdía una o dos clases, visitaba a alguna amiga, me fumaba un par de bisontes y, hacia el mediodía, volvía al colegio y me dejaba ver por el comedor.

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