Hasta siempre, comandante Che Guevara, 1

22-03-2011.

El taxi era un modelo americano del año 52. El taxista, un fiel asalariado del estado cubano. Las calles, un museo de coches antiguos circulando por avenidas y callejuelas decadentes, de una época colonial esplendorosa para algunos y miserable para la mayoría. Una jarra de cerveza Bucanero frente a la catedral me permitió observar la apacible vida nocturna de una ciudad que sobrevive entre la pobreza y la esperanza del cambio que se presiente cercano. Las ventanas de las casas mostraban su modesto mobiliario interior. Largas calles, cables de luz por doquier, deterioro general urbano y arquitectónico entre cuidados jardines y plazas públicas con una vegetación exuberante, que compensa el abandono y la falta de mantenimiento. La primera noche que pasé en Santiago de Cuba tuve la sensación de haber traspasado la línea del tiempo.

De Santiago a La Habana, dos horas de vuelo con suspense al aterrizar. Hay dos Habanas: la turística, bien cuidada, en proceso de restauración desde que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad; y otra, profunda, sobrecogedora, deprimente retrato del fracaso de una hermosa teoría más cerca de la utopía que de la justicia social anunciada. Entre calles miserables, caserones ruinosos, colas para beber malta después de que los turistas ricos hayamos saciado nuestra gula cervecera en el restaurante La Muralla… Me siento al fresco del patio añil del hotel Beltrán de Santa Cruz, frente al Comité de Defensa de la Revolución. Escribo unas notas y deambulo por la calle, introduciéndome en casas deprimidas con ropa tendida en cualquier rincón; que, aunque pobres y modestos, los cubanos son limpios y elegantes.

 

De vuelta al hotel, en la antigua zona residencial ‑ahora de embajadas‑, el taxista, culto como todos, habla por los codos del sistema, de Fidel, de Raúl Castro que no termina de abrir la mano a la libertad de expresión y a la iniciativa privada. Nos cuenta estrategias gubernamentales para controlarlo todo, de las cámaras que vigilan las calles del centro, de supresiones de trabajo y salario a disidentes, de cómo los militares sin uniforme lo controlan todo cuando hay indicios de conflicto, de la presión a quienes se desmarcan de la doctrina del pensamiento único.

 

—Quienes no defienden el comunismo son sospechosos agentes de la CIA —concluye—.

 

En los nueve días que he permanecido en Cuba, he podido comprobar que fuera de los hoteles no hay acceso a internet, ni a televisiones extranjeras, excepto al Canal Sur de Venezuela, controlado por Hugo Chávez.

 

—Hay que protegerse de las informaciones que atacan el sistema mostrando falsos paraísos de bienestar en Miami y demás territorios capitalistas; pero ocultan la miseria en la mayoría de los países iberoamericanos —comentaba un empleado de una bodega de ron—.

 

Y, sin embargo, la alegría, el buen humor y la hospitalidad fluyen en una ciudad plagada de orquestas y buena música cubana, como la que ofrece el restaurante “El Floridita”, uno de los más emblemáticos rincones de la Habana y de Cuba “cuna del daiquirí”, frecuentado por Hemingway, con un selecto cuarteto a tres voces que nos deleitó en la noche habanera del cálido febrero.

 

Coincidiendo con la desaparición del socialismo real de los países del este europeo, en los años 1991‑93, «no quedó gato viudo en Cuba», oí más de una vez a los cubanos. «Ni señales de tráfico utilizadas para remendar las chapas de las viejas lavadoras. Fueron años durísimos», reforzaban.

 

La excursión al paraíso de Pinar del Río me permitió disfrutar de paisajes bellísimos, valles rodeados de montañas pobladas de exuberante vegetación con palmeras reales, barrigonas y cocoteros salpicando una riquísima variedad de ficus y otros árboles y arbustos tropicales. La fábrica de tabaco y los secaderos mostraban una importante actividad económica del país. Orgullosos de su faena, los trabajadores de la fábrica de tabaco de Pinar me explicaban el complejo proceso de elaboración de los cigarros.

 

—Es un oficio que se aprende desde niño y pasa de padres a hijos. Hoy es sábado y me he traído a mi pequeño de ocho años para que aprenda —me decía uno de ellos—.

 

Hay carteles a mano con instrucciones laborales de todo tipo, en los se subrayan los valores del trabajo. Un paseo por la ciudad me ofreció la oportunidad de hablar con la gente y de captar con mi cámara la variedad de coches antiguos que los seguidores del dictador Batista abandonaron y que ahora circulan por las estrechas calles de sabor colonial.

 

En uno de los secaderos, junto a la carretera, un campesino me mostró las manos y el dorso castigados por el sol. Próximo a sesenta años, aquel campesino había trabajado toda su vida en el secadero de tabaco sin más recompensa que un salario de subsistencia. El monocultivo de tabaco y caña de azúcar, el bloqueo y la desaparición del sistema comunista del este europeo había sumido a Cuba en una situación insostenible. El crecimiento económico y las perspectivas de mejora del nivel de vida dependían en gran medida del turismo, primera fuente de ingresos desde que el gobierno cubano permitió la entrada de empresas hoteleras con el 49% de beneficio para ellas y el 51% para el Estado.

 

—Perdí mi casa en el último ciclón —se quejaba—. El gobierno me facilitó materiales para construirme una nueva. Tengo trabajo; pero con 250 pesos al mes (9 euros) y la cartilla de racionamiento es muy complicado vivir.

 

 

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