Era alto, garboso, avispado y bailarín. Nació en Valverde del Camino y las sevillanas se le daban mejor que a nadie. Viajó a Alemania en su juventud y allí adquirió conocimientos básicos de electrónica. Le encantaba enseñarnos un diploma con su nombre y apellidos escritos en español; el resto debía estar en alemán, porque no se entendía ni una palabra. No obstante, aseguraba que, como bien claro decía el documento, era un título de Ingeniero Electrónico. ¡Ni más, ni menos! Constantemente, repetía que por su acento sevillano no pudo echar raíces en Alemania; y, un buen día, hizo la maleta y se vino a vivir a Barcelona. Aquí conoció a Roser, casi una niña, bonita y alegre como un amanecer de primavera.
Al principio, le encantaba deambular por la noche barcelonesa, bailando sevillanas, hasta altas horas de la madrugada. Su local preferido era un burdel sucio y maloliente que había en la calle Arco del Teatro, con un “tablao” muy adecuado para bailar flamenco. Se transformaba a los acordes de unas sevillanas. Erguía la figura con arte exquisito, se llevaba las manos a la hebilla del cinturón, giraba la cabeza hacia uno y otro lado y daba una vuelta completa con insuperable gracia y naturalidad. De cuando en cuando, en un acoplamiento perfecto, ceñía con sus brazos la frágil cintura de Roser, aquella niña de ojos claros y mirada adorable, que no se separaba de su lado. La sala entera se volvía a mirarles.