Los castigos ejemplares

«Los castigos ejemplares son los que menos sirven de ejemplo por lo que tienen de teatro». Unamuno.
Removiendo ese rincón de la memoria, en donde siempre encontramos viejos cachivaches, tropiezo con aquellos castigos ejemplares sucios hoy por el polvo, los años y el olvido y porque, desde hace mucho tiempo, ya nadie quiere divertirse con ellos. En los primeros años de internado, eran una nota de color entre tanta rutina inalterable; una chispa graciosa en nuestras vidas tristes y negras como un misal. «¡Qué cosa más augusta eran los castigos públicos!», dice Unamuno. «Tenían la fascinación de una tormenta en alta mar, la seducción de lo desconocido y el protocolo de una ejecución en plaza pública. ¡Qué solemnidad! ¡Qué silencio! ¡Qué crueldad!».

Allí estaba la víctima, de pie, avergonzado, humillado, rendido, con la cabeza baja, viéndonos desfilar delante de su cama. Algunos lo miraban con asombro o tristeza y otros sonreían: que hay niños que reaccionan así, por nervios o por miedo. Poco antes, don Rogelio le había obligado a retirar las sábanas mojadas para que el colchón quedase al descubierto y la falta apareciera incontestable. Don Rogelio aprovechaba la menor debilidad para agrandar nuestros fallos y sancionarlos con total severidad. Seguramente pensaba que la humillación absoluta era la solución para terminar con la incontinencia nocturna de nuestro compañero.
Parece ser que, hoy por hoy, no se ha descubierto aún el tratamiento definitivo para terminar con la enuresis. Antiguamente, cuando un niño o una niña se orinaban en la cama, se rezaba una novena a San Benito y a San Liborio y, si se procedía con la debida devoción, el niño dejaba de orinarse al venir de la mili y la niña al nacer su tercer hijo. Otro remedio, tan decisivo como el anterior, consistía en poner una ramita de romero bajo la almohada del meón o la meona. Medida de gran eficacia, sin duda, aunque no comparable al rezo de la novena. El tratamiento que alcanzó excepcional prestigio, sobre todo entre los adolescentes, fue el llamado “Alivio y paz”, que consistía en que una persona experta y de distinto sexo hiciera una cruz con saliva en el órgano afectado, bien fuera “pitomorfo” o “cuniculiforme”.
Lástima que don Rogelio no conociera estos métodos, porque excepto el último, no hubiera tenido inconveniente en poner en práctica cualquiera de los auxilios apuntados. Nuestro inspector creía a pie juntillas en las recomendaciones de San Pablo: «Sine sánguinis effusione, non fit remissio». Frase que amablemente traducimos: ‘Si no se derrama sangre, no hay perdón’.
Y, como además, los principios pedagógicos de la época daban la razón al santo de Tarso y todo el mundo sabía que “La letra con sangre entra” y que “Quien bien te quiere, te hará llorar”, pues allí mismo, junto a la cama y ante todos nosotros, asestó tres “cocas” en la coronilla de nuestro compañero, con la misma pasión con que el varilarguero descarga la fuerza de su brazo, en el morrillo del “vitorino”.
La coca era un golpe seco y duro que, con fines educativos, se aplicaba a los educandos, golpeándoles en la coronilla con el saliente de hierro que tenía el silbato en su parte cilíndrica para engancharlo en el llavero. A fin de que el golpe resultara más útil y provechoso, el inspector colocaba la parte más estrecha del silbato ‑por la que se sopla‑ entre los dedos índice y corazón, dejando el apéndice en la cavidad de la palma de la mano para que se adaptara a la cabeza del escolar y poder calcular así, con suma precisión, la fuerza y el impacto deseados. En ocasiones, al llevarse la mano a la zona maltratada, las yemas de los dedos del alumno aleccionado se teñían de sangre.
Tras el primer castigo, premonitorio del venidero, nos dirigimos lentamente a la capilla. Eran las ocho de la mañana. Todos los ojos estaban pendientes del muchacho al que le esperaba un correctivo inolvidable y del inspector que, envuelto en su gabardina, frío, seguro e inalterable, maquinaba los detalles de una sanción ejemplarizante.
El evento tuvo lugar durante el primer descanso de la mañana, antes de izar bandera. Llegamos al patio, como siempre, en filas y en silencio. A diferencia de los demás días, el inspector no mandó romper filas y continuamos en posición de firmes. Luego, manteniendo la formación, nos mandó dar media vuelta para que todos quedáramos mirando hacia las clases. Entonces mandó salir de las filas a nuestro compañero y le dijo que se quitara el cinturón que sujetaba sus pantalones. A continuación le ordenó que se lo ciñera con fuerza a los tobillos. Nosotros contemplábamos el hecho, expectantes, casi sin respirar. A continuación cogió al muchacho y lo colgó del cerrojo superior de la puerta de una de las aulas. El chico quedó suspendido, boca abajo, sujeto por el cinturón que ceñía sus pies, con el pecho pegado a la puerta, la espalda desnuda mirando hacia nosotros y los brazos caídos, sin llegar a tocar el suelo.
Así permaneció durante un tiempo que debió parecerle interminable, como una res en el secadero después del sacrificio. En su expresión no había signos de dolor o de debilidad. Sólo una llama de odio en la mirada a causa de la humillación y la impotencia. Por último, don Rogelio nos mandó quitarnos el cinturón a los demás y pasar uno tras otro por delante del muchacho y sacudirle en la espalda un correazo. Algunos compañeros por miedo o compasión le golpeaban sin fuerza para no hacerle daño. Entonces don Rogelio les cogía el cinturón y les golpeaba a ellos en las piernas con verdadera saña.
—Así se hace ¿Lo ves? Repítelo de nuevo.
Alguno aprovechó la ocasión para saldar alguna cuenta pendiente y amparado en la masa le pegó con todas sus fuerzas, apretando los dientes con rabia y entusiasmo.
—Te he visto. Ya te pillaré ‑se oyó apenas decir al reo. Y en actitud amenazante se llevaba la mano al cuello advirtiéndole que en cuanto pudiera le iba a estrangular.
Finalmente, lo descolgaron de la puerta. Pasó varios días solo y de rodillas en un rincón del patio. El patio se llenó muy pronto de las voces, los gritos y carreras de los demás niños que recobraban su libertad y olvidaban con cruel facilidad la desgracia del compañero castigado. Pronto se acostumbraron a su presencia. Nadie lo miraba. Nadie lo podía consolar. Él permaneció de rodillas, solo y en silencio, saboreando la tristeza infinita de la indiferencia y el olvido de los demás.
Hace unos años, José María Ruiz Vargas me recomendó un libro sobre la infancia infeliz. Se titula Los patitos feos de Boris Cirulnik. Os cito un pasaje que parece que se haya escrito pensando en nosotros y en las experiencias sufridas en nuestros años de internado.
«La reproducción del acontecimiento que, antes de la fantasía no era más que un horror que no podía representarse, se convierte en hermosa, útil e interesante. ¡Atención! ¡No es la desgracia la que se vuelve agradable! ¡Al contrario! Es la representación de la desgracia la que demuestra el dominio del trauma…
Al escribir la tragedia que debí sufrir… transformo un sufrimiento en un hermoso acontecimiento útil para la sociedad y en adelante ya no habita en mí la negrura sino una representación que he sabido hacer hermosa, para que los demás obtengan con ella alguna felicidad. Ya no soy el pobre niño que gime, me convierto en alguien a través del cual llega la felicidad».
La historia de hoy corresponde a los años de mil novecientos cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco, los primeros de nuestra vida en el internado de Villanueva del Arzobispo. Miguel Cano, Moreno Cortés, Ángel Henares, Cano Chinchilla y tantos otros seguramente recuerdan estos castigos ejemplares mucho mejor que yo mismo. Poco a poco fueron desapareciendo y dando paso a los principios de educación en libertad y responsabilidad en que fuimos formados y que es el tesoro más valioso que hoy tenemos. Como siempre, quiero dejar constancia de mi gratitud infinita a las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia y a todos sus profesores, sin excepción, aunque a veces las corrientes educativas de la época les llevaran a utilizar métodos que hoy nos parecen muy poco adecuados.
Barcelona, 19 de junio de 2006.

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