CUENTO DE NAVIDAD
El viejo sultán regresó a palacio después de un largo y agotador viaje. Venía enfermo y fatigado. Sintiendo que estaba a punto de morir, llamó a sus tres hijos para hablarles por última vez.
‑Hijos míos, sé que mi hora final está cercana, pero muero con la alegría de entregaros el fruto de mi vida, llena de sacrificios y de esfuerzo. Si hacéis buen uso de los bienes que hoy recibís, seréis felices, ricos y poderosos. No lo olvidéis. A Ratah, mi hijo mayor, le dejo el palacio con todas sus riquezas, para que gobierne con prudencia buscando siempre la paz y el bien de nuestro pueblo. A Filah le dejo mi carroza de oro y los ocho mejores alazanes que pastan en el valle. Podrá visitar lejanos países, escalar montañas, y vivir en armonía con la tierra y el cielo. Y a ti, querido Alí, te dejo esta llave que abre el pequeño cofre de madera de cedro, que está sobre la mesa de mi alcoba. Esa es mi voluntad, aceptadla con gozo y recibid mi bendición.
No pudo seguir. Al terminar de pronunciar estas palabras, inclinó suavemente la cabeza y expiró.
Apenas murió el padre, el hijo mayor se instaló en el palacio y, rodeado de una corte de aduladores, se dedicó a organizar fiestas y excesos de todo tipo. El segundo, subió a la carroza y desapareció entre nubes de polvo en busca de hermosos valles y elevadas montañas. Alí, el hijo menor, pensó que quizás aquel cofre de madera de cedro estaría repleto de oro y piedras preciosas, pero, al abrirlo, en su interior encontró sólo un libro muy viejo con cubiertas de piel de camello y hojas amarillentas de papiro antiguo. Triste y desconsolado, cogió el libro y, sin abrirlo, se fue a un monte apartado, a lamentar a solas su desgracia.
Llevaba cinco noches en el monte, llorando sin consuelo, cuando, a la sexta, tuvo un sueño maravilloso. Vio a su padre, sentado junto a un arroyo y rodeado de hombres y mujeres vestidos de oro y seda que le escuchaban atentamente. Una bellísima muchacha salió del grupo y vino hacia él.
‑Deja de llorar ‑le dijo‑. Tu padre está en el Paraíso y es muy feliz. Deberías estar contento por tener un padre tan sabio y ser su hijo más querido. Lee el libro con atención y sigue sus enseñanzas. Soy una estrella, cuando estés solo y perdido en la noche, búscame en el cielo. Yo te guiaré.
Al despertar, tuvo la sensación de que había pasado mucho tiempo. Abrió el libro y comenzó a leer por la primera hoja: “Camina alegremente, pero sin prisa, descansa cuando estés fatigado, pero vuelve al camino tan pronto hayas recuperado las fuerzas. Busca en mí la solución a tus vacilaciones. No te fallaré. No te abandonaré nunca”.
Animado por la lectura, bajó del monte. En la primera aldea encontró a un mendigo, enfermo y vestido de harapos, que cantaba los abusos de Ratah contra su pueblo, la historia de su ejecución, y la destrucción del palacio a manos de sus enemigos. Sintió una gran pena por su hermano y deseos de ayudar a aquel menesteroso. Abrió el libro de nuevo. En sus páginas encontró fórmulas mágicas para sanar enfermedades, confeccionar vestidos, tender puentes y hacer felices a los demás. Curó al mendigo, lo vistió y le entregó unas monedas.
Pronto su fama se extendió por todo el reino y, de todos los rincones, vinieron a conocerle y escucharle. Él hablaba del amor a los hombres, del valor del silencio y la meditación, del aprecio a los pájaros y a las estrellas.
En una ocasión, un distinguido viajero se le acercó para pedirle una fórmula mágica con la que pudiera ganar siempre sus apuestas en las mesas de juego.
‑¿Cuál es tu nombre?
‑Soy Filah, segundo hijo del sultán. Perdí, en una noche, la carroza de oro y los valiosos alazanes que me entregó mi padre. No tengo nada ‑dijo con lágrimas en los ojos.
‑La riqueza no es importante si no es para compartirla con los que nada tienen ‑contestó Alí, disimulando su emoción‑. Perdiste una fortuna, porque no la ganaste con tu esfuerzo. Ahora, deberás aprender a soportar el hambre, el sueño, a dominar tus impulsos y a trabajar pacientemente. Si así lo haces, serás rico de nuevo; si no, el juego y la pasión acabarán contigo.
Le vio alejarse, con la mirada encendida por la codicia. Aquella misma noche, Filah fue devorado por los perros que protegían la casa de un rico mercader, al que intentó robar.
Al poco tiempo, sobrevino una gran sequía en el país vecino. Los campos morían de sed y los ganados carecían de pastos para alimentarse. El rey llamó a Alí y le informó del grave pesar que afligía a su pueblo. El muchacho, impresionado, prometió ayudarle. Pasó tres noches, a la luz de una vela, consultando el libro. A la siguiente, buscó en el cielo su estrella protectora. Por la mañana, volvió a presencia del rey y le explicó la necesidad de arar los campos y sembrar los prados, repoblar los bosques y construir embalses en los cursos altos de los ríos. Todos se pusieron de inmediato a trabajar.
A los pocos días, volvieron los vientos y trajeron grandes masas de nubes cargadas de agua. Y volvió a llover, salió el sol y en los bosques crecieron los árboles y los campos lucieron, de nuevo, verdes y resplandecientes. El rey, agradecido, mandó edificar un nuevo palacio para Alí, le obsequió con la mitad de sus tierras, una carroza de oro tirada por briosos alazanes y le ofreció la mano de su hija bella y hermosa como una estrella.
Este es el cuento que mi abuelo me contó una noche de Reyes. Yo tenía ocho años y hacía muy poco que había ingresado en las Escuelas de la Sagrada Familia. Los dos sabíamos que al día siguiente en la ventana, junto a mis zapatos, los Reyes Magos no dejarían una bicicleta, ni un tren eléctrico, ni un caballo de cartón, que era un regalo para niños pobres.
‑Hijo mío ‑me dijo mi abuelo emocionado‑. Tú ya tienes el mejor regalo: un colegio en el que aprenderás a amar los libros, a ayudar a los demás, a respetar los montes, los ríos, y los pájaros, a valorar el silencio y la meditación, a buscar soluciones en el cielo y a soñar con la luz y las estrellas.
Barcelona, 6 de diciembre de 2005.
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Publicado en: 2005-12-07 (71 Lecturas)