Úbeda en el recuerdo

Vuelvo a Úbeda en el recuerdo, con disciplina jesuítica, movido por la insistencia y el afecto que profeso al responsable de la travesura. Y aquí me tenéis pues, uncido al tema del recuerdo de Úbeda. Dejemos para otro momento, sin embargo, lo referente a “la inquietud por mejorar” porque todavía me encuentro bien de salud y no soy tan viejo. Ya habrá tiempo para “mejorar”.
No sé si la influencia que Jesús María Burgos ejerció en muchos de nosotros ha sido como la percibimos ahora, tras más de cuarenta años transcurridos, o se ha ido magnificando con el tiempo y la añoranza de aquellos controvertidos años de nuestra adolescencia.

Lo que sí sé es que el recuerdo de su actitud actúa en mi memoria como un bálsamo embriagador que enmascara y difumina la dureza de unas jornadas interminables de trabajo, estudio, penalidades y… sinrazones.
No encuentro el término que defina su función extraordinaria, a fuer de racional, en un mundo de irracionalidades asumidas. Por supuesto, no me encaja el de inspector, con esa carga fiscalizadora, ni tampoco el de educador, por muy bellas resonancias que a mí me inspire, ni mucho menos el de enseñante, de cortedad semántica y sonido un tanto cacofónico. Estaría más bien en la línea de conductor, como expresión de un fuerte liderazgo moral, intelectual o cultural, nunca con el carácter imperativo con que se ha mostrado a lo largo de la historia. Aunque suene cursi: conductor de almas, en el sentido laico de término (nunca se entrometió en cuestiones espirituales), y, al mismo tiempo, refugio de unos seres afligidos y débiles que acudían al oasis de ese desierto afectivo, que era el Colegio, a saciar la sed de ¿justicia?, autoafirmación y autoestima y, a veces, también, a calmar el hambre física a la que estábamos a menudo condenados.
Desde luego me encuentro muy cómodo con el recuerdo de Jesús y, en general, de mi etapa de internado en el Colegio de la Safa de Úbeda, aunque pudiera parecer contradictorio con lo expuesto anteriormente.
A pesar de todo, los momentos felices, por contados que fuesen, desvanecían la amargura de una permanente inseguridad, y cualquier acontecimiento que se apartase de esa monotonía cotidiana nos hacía exultar desmedidamente: tal era la necesidad de felicidad y liberación que sentíamos ansiosamente.
Lo que he lamentado, cuando he hecho balance de mi estancia en Úbeda, ha sido la ignorancia que teníamos de la ciudad. Curiosamente, conocíamos bastantes iglesias a las que íbamos a cantar o dirigir rezos, el hospital de Santiago o el asilo, en donde los enfermos y viejecitos esperaban con ansiedad la visita dominical de los chicos de los jesuitas simplemente para charlar o jugar a las cartas. Y todo ese repliegue de afecto era importante y merecía la pena, pero no se completaba con el conocimiento académico y vital de esa ciudad maravillosa anclada en el más puro Renacimiento de inspiración italiana. Y lo censurable es que un profesor del Colegio, Juan Pasquau, conocedor como nadie de Úbeda, no hubiera podido desentrañarnos el arte y la historia de una de las ciudades más bellas y monumentales de España.
Un especial magnetismo, descubierto al poco tiempo de salir del Colegio, ha logrado mi unión afectiva con Úbeda de manera que la ficción y el recuerdo se funden en mi memoria en una síntesis esplendorosa de arte y sentimientos. Hasta tal punto es así que, cuando se me pregunta por mi ciudad de origen la respuesta es: “Soy de Linares y de Úbeda”, porque en Linares vi la luz, pero Úbeda me dio las sensaciones más fuertes y permanentes de mi vida. Hoy me he convertido en su mensajero más entusiasta.
Un sinfín de anécdotas se agolpan en mi mente cabalgando entre ellas por instalarse en un lugar privilegiado de mi memoria. Todas ellas simples, nada transcendentes, pero con una sencillez emotiva, como si se tratase de actos heroicos o hazañas inconmensurables. Muchas ligadas al deporte y conocidas por algunos compañeros y, particularmente, por Jesús.
Ocupa un lugar preeminente la conquista del Campeonato provincial juvenil de baloncesto. En realidad, formábamos un conjunto, cuyos componentes, en su mayoría, parecían extraídos de la Liga de Fútbol de la Segunda División, cuyos equipos recibían nombres tales como Conquistadores, Loyolas, Javieres…, que anunciaban ecos de combates, misiones de infieles o identificación jesuítica. La verdad es que salvo Talavera, Vera y, quizás Ballesta, los demás éramos futbolistas adaptados al nuevo deporte de la canasta, sin técnica alguna y con notorio desconocimiento de su reglamento. Hablando con Antonio Lara, le decía que él estaba en el equipo de baloncesto como extremo derecha encargado de centrar para que Ballesta (y también Talavera, creo) rematasen con su terrorífico gancho; a veces, tiraba directamente al aro y solía encestar hábilmente. Por su parte, Cabrerizo hacía de defensa escoba y yo, como en el fútbol, actuaba de centrocampista. Desde el centro de campo, lanzaba el balón como si de un saque de banda se tratase y, en ocasiones, con una suerte increíble, entraba el lanzamiento con una precisión matemática (de esta forma tuve la fortuna de encestar dos veces en la final jiennense).
Fuimos pues, auténticos pioneros en un deporte que, años más tarde, alcanzó popularidad en el Colegio, llegando a presentar un equipo de fuerza y técnica más que aceptables. José Lorite, Manolo González Martos y otros, formaban parte de una hornada más cualificada.
La fase final de la competición tuvimos que celebrarla en la capital. Allí jugamos y ganamos dos partidos en el mismo día; y tuvimos que rechazar la celebración de un tercero que se pospuso, creo recordar, para la semana o dos semanas siguientes. De nuevo aparecimos en Jaén para el encuentro decisivo en el que triunfamos por el inusual tanteo de 13 a 9.
Tras almorzar en el Hotel Suizo, experiencia única para muchos del equipo, entre los que me contaba, volvimos a Úbeda radiantes de satisfacción por haber alcanzado el Campeonato juvenil de la provincia de Jaén. Pero nuestro gozo se truncó cuando fuimos a ver al Prefecto, el padre Sánchez, personaje de lo más curioso. Era de muy pequeña estura y solía poner cara de cascarrabias como si fuese una especie de hábito gestual, creyendo que así se identificaba más con su función directiva. Aunque de una extraordinaria simpleza, es justo reconocer que no tenía mala leche. Era un forofo del fútbol, al que yo estimaba mucho porque alababa mi forma de jugar, y la vanidad que todos llevamos dentro se elevaba hasta límites insospechados porque quien me hacía esos elogios tenía tan alto rango.
Pues bien, cuando nuestro padre Prefecto escuchó el resultado recuerdo que se enfadó muchísimo porque, según decía —y decía bien—, más parecía un resultado de balonmano que de baloncesto, por lo que nuestras victorias sobre los equipos del Instituto de Bachillerato, de los Hermanos Maristas y de la Escuela de Magisterio, todos de Jaén, no merecían la más mínima consideración. Jarro de agua fría que no impidió que presumiésemos de una gran hazaña cuando, posteriormente, nos referíamos a las “batallitas” de nuestra juventud.
Terminaré con otra anécdota referida a la Liga de Fútbol de la Segunda División durante el curso 1959/60. Yo era capitán de uno de los equipos, del que ni siquiera recuerdo su nombre. Una vez que fueron designados los capitanes —no sé por qué procedimiento— les tocaba a éstos elegir a los miembros de su formación entre todos los alumnos de la División, por orden de preferencia. Lógicamente, se trataba de reunir un conjunto equilibrado en sus distintas líneas (portería, defensa, centro del campo y delantera). La elección dio como resultado que yo capitanease un buen equipo formado en sus puestos principales por Manuel González “Carapito”, como portero, Antonio Lanzat Muñoz “El Coíno”, como defensa, Fernández Arévalo, como centrocampista y Blas Velasco Poyatos, como delantero. Los dos primeros, fueron, años más tarde, expulsados del Colegio por haber suspendido alguna de las asignaturas que impartía Diego Fernández. Quiero pensar, una vez fallecido, que no era suficientemente consciente de las terribles consecuencias que la expulsión acarreaba a un alumno, que veía su vida académica truncada por la falta de homologación de los estudios cursados en el Colegio, cuestión en la que no deseo hurgar.
Como decía, creí haber formado un gran conjunto y presumía de ello con notable fanfarronería, sobre todo después de los primeros encuentros victoriosos de la Liga. Ante la perspectiva de que el recorrido de mi equipo fuese un paseo militar, Jesús, pretendiendo un mayor equilibrio en la Competición, hizo cambiar a Velasco por Espigares, con lo cual mi equipo perdió calidad y la Liga se esfumó para nosotros. Es algo que le he recriminado posteriormente, porque, en aquellos momentos, estas pequeñas cosas que hoy nos pueden parecer banales, constituían una parte importante de nuestra vida.
Estoy seguro de que estas anécdotas tienen poca sustancia para quien no las haya vivido pero, como dije antes, cualquier acontecimiento de este tipo se agigantaba y nos hacía vibrar de alegría o de tristeza, de emoción incontenible, porque era ni más ni menos que nuestra vida en ebullición por muy gris que esta pareciese.
Desde mi Cartagena de adopción brindo para que estos recuerdos enriquezcan nuestra memoria en la que siempre habrá un lugar de privilegio para nuestro profesor de Latín y Preceptiva Literaria, nuestro entrañable Jesús María Burgos Giraldo.
Amigo del alma, muchos años de vida para ti con un fuerte abrazo.

 

29-03-10.
(61 lecturas).

 

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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