Era alto, garboso, avispado y bailarín. Nació en Valverde del Camino y las sevillanas se le daban mejor que a nadie. Viajó a Alemania en su juventud y allí adquirió conocimientos básicos de electrónica. Le encantaba enseñarnos un diploma con su nombre y apellidos escritos en español; el resto debía estar en alemán, porque no se entendía ni una palabra. No obstante, aseguraba que, como bien claro decía el documento, era un título de Ingeniero Electrónico. ¡Ni más, ni menos! Constantemente, repetía que por su acento sevillano no pudo echar raíces en Alemania; y, un buen día, hizo la maleta y se vino a vivir a Barcelona. Aquí conoció a Roser, casi una niña, bonita y alegre como un amanecer de primavera.
Al principio, le encantaba deambular por la noche barcelonesa, bailando sevillanas, hasta altas horas de la madrugada. Su local preferido era un burdel sucio y maloliente que había en la calle Arco del Teatro, con un “tablao” muy adecuado para bailar flamenco. Se transformaba a los acordes de unas sevillanas. Erguía la figura con arte exquisito, se llevaba las manos a la hebilla del cinturón, giraba la cabeza hacia uno y otro lado y daba una vuelta completa con insuperable gracia y naturalidad. De cuando en cuando, en un acoplamiento perfecto, ceñía con sus brazos la frágil cintura de Roser, aquella niña de ojos claros y mirada adorable, que no se separaba de su lado. La sala entera se volvía a mirarles.
Pero la fama es caprichosa y resulta difícil vivir de ella. Los “cuatro duros” que ahorró en Alemania pronto se agotaron, y no tuvo más remedio que buscar la gloria por otros caminos. Al principio, inventando chistes, de infelices y desdichados, actividad en la que alcanzó singular destreza y brillantez. Había días en que inventaba diez o doce; y semanas en que no bajaba de cincuenta. Cada tarde, traía sus últimas ocurrencias, anotadas en un pequeño bloc, para que le dijéramos nuestra opinión. Siempre le animábamos a seguir, aunque indicándole que tuviera prudencia:
—Enrique —le decíamos maliciosamente—, piensa que se sabe poco del funcionamiento de las neuronas. Cualquier día se te estropea el mecanismo de la creatividad y, luego, a ver quién es el guapo que lo repara.
—Pero, ¿y si lo consigo? ¡Mingote hace un par de chistes al día y vive como un príncipe!
—No hagas caso. Sólo es una advertencia, pensando en tu salud mental.
Cuando tuvo ordenado y clasificado un centenar de chistes, se suscribió a La Vanguardia y escribió una carta al director, adjuntando su “Obra completa”. Cada mañana examinaba el periódico, sin resultado. No obstante, él seguía escribiendo sin darse por vencido. A los tres meses, recibió una carta comunicándole que, por determinadas cuestiones, no podían atender su petición. Se enfadó mucho. Estaba convencido de que los chistes eran buenos; la culpa la tenía su alto contenido político. Eso, al menos, le decía a su amigo Amadeo, camarero de profesión.
—Lo que pasa es que a los periodistas les falta valor. ¡Son lacayos del poder! No me digas que el de los ciegos no es publicable.
—Si hombre; aquel que van dos ciegos por el campo, en el mes de agosto, y dice uno: «Ya podría llover…». Y el otro le contesta: «¡Coño! Y yo».
Pues seguro que tienen miedo a las represalias de la ONCE.
Roser, la pobre, no sabía qué decir; le costaba entender el sentido de aquellos chistes, tan especiales, y a veces reía; pero otras nos miraba con aquella carita tan inocente y tan angelical.
Entretanto, y porque de algo hay que vivir, Enrique enviaba, cada lunes, un montón de cartas a la sección de demandas de trabajo, adjuntando la fotocopia del “Título de Ingeniero” emitido en Alemania. Lo llamaron a un par de entrevistas, pero no consiguió el empleo, según él, porque no hablaba catalán.
—La culpa la tiene el “nasionalismo”.
Y a partir de aquel día empezó a firmar las cartas con el nombre de Enric Fargas i Sanchís.
—¡Ya verás como ahora me llueven las entrevistas!
—Pero Enrique, ¿no comprendes que va a ser peor? ¿Qué dirás cuando vean que no hablas ni una palabra de catalán?
—Que mis padres emigraron a “Andalusía” antes de la Guerra “Sivil”.
—¿Y cuando te pidan el carné y vean tu verdadero nombre?
—Pues, que los “fassista” me cambiaron “lo sapellío”.
Irónicamente, empezamos a llamarle Enric y señor Fargas; pero los resultados no mejoraron. Tenía un aspecto preocupante. Iba a peor. Roser no se separaba de su lado, pero empezaba a mirarle como alma en pena. Cansado de tantos fracasos, se dedicó a trabajar en lo que sabía: reparar pequeños electrodomésticos, en el minúsculo apartamento donde vivía, sin darse por vencido. Una noche llegó contentísimo, asegurando que su futuro estaba en la política. Como el tiempo le sobraba, había escrito una carta a don Alejandro Rojas Marcos, solicitando ser admitido en el Partido Socialista Andaluz. A los pocos días, recibió una contestación muy cariñosa, con el carné de afiliado, la revista del Partido y una caja repleta de cintas y pegatinas blanquiverdes. ¡Estaba eufórico!
—¡Cuando los “andaluse” nos sentemos en el Parlament se van a acabar las tonterías!
Pero el partido andalucista no cuajó en Cataluña y, un día, Enrique Vargas Sánchez, mi amigo, desapareció. Han pasado treinta y cinco años y, desde entonces, no he vuelto a saber nada de él. Por eso, he “colgado” este escrito en internet, con su nombre y apellidos, por si lo encuentra y se le ocurre leer estas líneas tan mal escritas. Seguramente le traerán recuerdos de aquellos tiempos y a lo mejor le pasa como a mí, que se pone triste o se echa a reír, pensando en aquellos años irrepetibles de nuestra juventud.