Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- Un desapacible amanecer.
El domingo siguiente ocurrió algo impresionante. La noche anterior había llovido a cántaros, los coches circulaban muy deprisa salpicando a los peatones que caminaban por la acera bajo el paraguas y, los pocos vendedores veteranos que quedaban en el equipo, pensaron que aquella mañana no se presentaría ninguna visita. Alguno telefoneó diciendo que estaba en la cama con fiebre, y otros dejaron colgado al jefe de ventas, sin más explicaciones. Solo los novatos llegaron puntuales, cogieron sus carpetas y actualizaron los planos, como siempre. Al terminar, bajaron a Los Intocables y, siguiendo la rutina habitual, se tomaron las preceptivas copas de coñac para ponerse a tono y llamar a la suerte.
A las nueve menos cuarto, el autocar ya estaba estacionado en la esquina de la calle; a las nueve y cinco llegaron los primeros excursionistas, y a los pocos minutos dos parejas más. Tres familias en total. Las más pintorescas eran dos viejecitas que, sin miedo a la lluvia, se habían acicalado adecuadamente para la ocasión: una llevaba un sombrerito muy gracioso y la otra lucía un abrigo de renard, un poco ajado por el uso. Llegó también un matrimonio joven, con pinta de recién casados, y otro, algo mayor, acompañado de una chica de unos dieciocho años, de muy buen ver, que se llamaba Loli. En vista de que no llegaba nadie más, a las nueve y media arrancó el autocar y, poco después de tomar la autopista, brillaron los primeros rayos de sol; el viento barrió las oscuras nubes que cubrían el cielo, y era una delicia contemplar los brillantes destellos de las adelfas a uno y a otro lado de la calzada.
Era evidente que, en ocasiones como aquella, poco había que hacer. Un autocar casi vacío, con solo dos familias y una pareja de señoras mayores, no invitaba a pensar en grandes resultados comerciales. Se recibieron visitas durante toda la semana, y el viernes se las llamó por teléfono, una por una, para confirmar la asistencia. Costaba un dineral contratar el transporte, pagar la factura del restaurante, comprar los regalos y preparar la calle en donde el trabajo se llevaba a cabo. Por lo tanto, había que intentar salvar los muebles, como fuera, y cerrar al menos una operación para cubrir gastos. Con esa mentalidad se afrontaban las subidas los días de lluvia. Sin embargo, al salir del despacho, Paco les dijo a sus vendedores algo muy distinto, para animarlos.
―Señores, en días así no suben muchos clientes a la finca; pero los que lo hacen, vienen decididos a comprar, ténganlo en cuenta y no se dejen derrotar por el mal tiempo.
Las demás divisiones tampoco consiguieron mejores resultados, y entre los siete autocares que subieron a Edén Park no reunían ni treinta familias. La mayoría de mesas del restaurante estaban vacías, los rostros…, serios y el ambiente…, desolador. Pero Paco insistía en que, precisamente aquellos días, había que demostrar lo que cada uno llevaba dentro. Les repitió un montón de veces que cuando faltaba el calor del público, cuando parecía que los clientes no tenían dinero, cuando lo que a uno le apetecía era dejarlos en paz y renunciar a hacer la operación, era el momento de demostrar la personalidad de cada uno, hacer acopio de toda la energía y luchar a brazo partido con el cliente, hasta poderlo convencer para cerrar la operación.
Fruto de su inexperiencia, los vendedores nuevos se deshacían en atenciones con aquellas tres familias de las que ni siquiera Paco esperaba sacar algún provecho. Llegó el momento de informar y, tal y como se esperaba, las viejecitas dijeron que estaban tiesas como la mojama; el matrimonio joven, que estaban ahorrando para comprarse un piso y dejar de pagar un alquiler; y el único vendedor que parecía más animado era el muchacho que acompañaba a Loli y a sus padres.