“Los pinares de la sierra”, 180

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5. La cruenta guerra de los despachos.

Sirvieron los platos, trajeron más vino, subió el tono de las conversaciones y Soriano se animó a contar un par de chistes moderadamente verdes. Barroso dijo que aquella tarde el Barcelona jugaba fuera de casa y no tenía demasiada prisa por regresar.

―Por cierto, ¿qué hacemos con mi coche? ―preguntó Soriano—.

―Yo lo dejaría aquí ―recomendó Portela―; que pase una grúa a recogerlo, mañana temprano, y lo lleve a un taller. Podemos llamar a un taxi para usted y nuestros invitados. ¿Qué le parece?

―Ni mucho menos ―respondió Velázquez―. Claudia y yo tendremos mucho gusto en acompañar personalmente al señor Barroso y a su esposa.

―En ese caso ―sugirió Portela―, María Luisa y el señor Soriano podrían regresar con nosotros si no tienen inconveniente. ¿De acuerdo?

La crema catalana, los cafés y unas rebosantes copas de coñac pusieron fin a la deliciosa comida, para dar paso a la tertulia. A Barroso no se le iba de la cabeza el negocio del complejo residencial, del que le habló Velázquez mientras recorrían la urbanización. Esperó que recogieran los servicios y limpiara la mesa, y se atrevió a lanzar una pregunta inocente, en apariencia.

―Perdone, señor Velázquez, pero me pregunto qué le trae a usted por aquí.

Pero no fue él quien respondió, sino Portela quien, mirando a Soriano, preguntó.

―¿No le ha dicho a su invitado quién es el señor Velázquez?

―Lo siento. Tendrán ustedes que disculparme, pero con los problemas que hemos tenido con el coche, la verdad, no he caído.

―No tiene importancia ―terció Velázquez para quitarle hierro al asunto—.

Tomando las riendas de la charla, Portela les explicó las razones de la reunión, sacó unos documentos de su cartera y los dejó sobre la mesa. En ese momento, la señorita Claudia, con fingida ingenuidad, se excusó diciendo que le apetecía mucho dar un paseo alrededor de la masía, e invitó a las señoras a que la acompañaran para disfrutar del sol y del buen tiempo. Casi al instante, regresó el camarero con los cafés y una caja de Farias.

―Chico, ¿no tienes habanos? ―preguntó Paco, para impresionar—.

―Lo siento. Ya sabe usted que por aquí no viene mucha gente como ustedes, señor Portela.

―De momento, Manolo, de momento. Acuérdate de lo que te digo.

Sin entender el mensaje, el camarero lo miró con una sonrisa inocente, y Paco se dirigió a Velázquez, como si allí no hubiera nadie más.

―Ha empezado la batalla, señor. Aquí tiene el dossier con el expediente para la Dirección General de Urbanismo: planos a escala 1:500 con la anchura de la calle; la calificación urbanística; la profundidad edificable; la densidad poblacional; la altura máxima reguladora y la solicitud de la licencia, firmada y sellada por el arquitecto.

―Muy bien, muy bien. ¿Te han mareado mucho?

―Ya sabe, tienen que disimular para que nadie sospeche. Si compra un pobre hombre, le ponen mil dificultades y, después de hacerle perder la paciencia, le permiten edificar una casa de dos plantas como mucho. Pero tratándose de Edén Park reformarán la volumetría, autorizarán hasta diez plantas de altura, además de garajes, locales comerciales y una suite en el ático para albergar a las celebridades que asistan a la inauguración del campo de golf. En resumen, que con esto podemos empezar a edificar mañana mismo y el ayuntamiento hará la vista gorda. No sabe lo que he tenido que luchar en los despachos. Nunca tienen bastante, pero puede estar tranquilo. Mire si me he movido con cautela que, la semana pasada, tomé un taxi a las nueve de la noche para ir a casa del alcalde, y me llevé a un chico de la empresa, disfrazado de mensajero. Desde el coche le vi llamar a la puerta, decir la consigna que habíamos acordado: “Edén Park”, y entregar el dinero en una caja de zapatos para no levantar sospechas. Es cuestión de tacto, pero gracias a Dios todo está saliendo como usted dijo.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta