Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6. Política y golfería.
Velázquez sonrió satisfecho al comprobar que sus órdenes se habían cumplido al pie de la letra.
―No hay secretos, Portela. Con tres millones de regalo, y un cinco por ciento de participación en el negocio, nadie te pone dificultades. En este país, no hay golfo que no sueñe con llegar a político, ni político que no acabe siendo un golfo. Pero tú eres un experto en bajar la voz, en susurrar mensajes al oído, en acariciar con la palabra. ¿No? Por eso estás conmigo y por eso pienso tenerte a mi lado mucho tiempo. Por cierto, ¿cómo llevas el asunto de los terrenos, y en qué fase está la compra del solar?
―Con los terrenos no hay problema. Aquí tiene el contrato de las parcelas, unos ocho mil metros de superficie, pero debemos actuar con rapidez; cualquier indiscreción podría echar el proyecto por tierra. Precisamente, he invitado al señor Fandiño, un hombre que goza de la absoluta confianza del propietario.
Velázquez se lo quedó mirando, y Fandiño, representando su papel a la perfección, bajó los ojos con extremada modestia, consciente de que su éxito consistía en pasar desapercibido. Roderas decía siempre que la sencillez es una virtud que se admira ―sobre todo―, en los demás.
―Pero usted está de nuestra parte, ¿no es verdad?
―Sí, señor ―respondió Fandiño―. Le comenté al señor Portela que quería abrir un mesón en mi tierra y se ha mostrado muy comprensivo conmigo.
Portela y Velázquez se echaron a reír, y Barroso captó el mensaje sin necesidad de más aclaraciones.
―Muy bien; veo que es usted un hombre juicioso y comprensivo.
Paco creyó que hasta el momento todo podía parecer demasiado fácil y decidió modificar su estrategia a base de sembrar dudas y requerir cierta urgencia en la operación, para prevenir inconvenientes.
―A mí no me preocupa este señor; más bien veo que el peligro puede llegar por donde menos esperamos. Un funcionario indiscreto, un empresario ambicioso, o un papel que cae en manos de un intrigante, de esos que abundan en la administración. Si llegara a saberse la dimensión del asunto en el que llevamos trabajando más de un año, no sé qué podría ocurrir. En estos casos, toda prudencia es poca. Por eso, he citado al notario en nuestras oficinas mañana mismo, a las doce en punto. No estaré tranquilo hasta que no hayamos escriturado los terrenos. Con esas parcelas a nuestro nombre, se acabaron los problemas: solicitamos las subvenciones, en unos tres meses recuperamos el dinero invertido y, sin poner un duro de nuestro bolsillo, empezamos a ganar dinero desde ese momento. ¿Qué le parece?
―Me parece muy bien. Te firmo el talón ahora y mañana a las ocho lo conformas en la sucursal del Hispano Americano que hay delante de vuestras oficinas. Cuando las cosas están claras, hay que saber tomar las decisiones a tiempo.
Barroso no daba crédito a lo que veía. No conseguía entender en qué consistía aquel negocio del que hablaban, pero tenía la intuición de que, en la vida, rara vez se presentan oportunidades como la que tenía ante sus ojos. Temía que, si demostraba demasiado interés, podía molestar a aquel señor, que le había brindado su amistad desde el primer momento; y no se atrevía a preguntar: además de indiscreto, podían tomarlo por tonto. O sea, que decidió esperar el momento adecuado, que Velázquez le sirvió en bandeja de plata.
―Discúlpenos, señor Barroso; quizás le estamos aburriendo con nuestros asuntos; pero, en cualquier momento, pueden llamarme de la Federación Española de Golf para el asunto de los permisos y tengo que sacrificar hasta los fines de semana. Pero ¿qué le voy a decir? Al fin y al cabo, usted es un empresario como yo, y sabe los problemas que debemos afrontar los que arriesgamos la salud y el dinero para sacar adelante a este país de parásitos y golfos. Para que luego nos llamen explotadores y nos acusen de hacernos de oro, a base de robar al trabajador. ¡Qué país! ¿Otra copita? A esta invito yo.