“Los pinares de la sierra”, 170

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- Unos razonamientos tiernos y persuasivos.

Poco antes de las tres de la mañana, aparcó Soriano su automóvil frente a la portería y cogió el ascensor sin advertir que María Luisa lo había visto llegar, asomada al balcón del dormitorio, en bata y zapatillas. Al oír el ascensor, cogió un libro, se metió en la cama y esperó a Narciso, que abrió la puerta sin hacer ruido y entró en el dormitorio, descalzo y de puntillas. Al verla despierta, dejó los zapatos a los pies de la cama con mucho cuidado, se acercó a besarla y le dijo con especial ternura.

―¿Todavía estás leyendo, vida mía?

Ella le contestó con un remarcado retintín.

―¿No lo ves?

Un “¿No lo ves?” que, en realidad, quería decir “¿Qué horas son estas de llegar?”.

Como cualquier marido en semejantes circunstancias, se quedó sin respuesta, pero enseguida recuperó la calma y recurrió a los trucos que tan buen resultado le habían dado cuando se conocieron.

―Perdona, cariño; si llego un poco tarde es porque se ha alargado la reunión. Y si entraba de puntillas era porque no quería despertarte. Pensé que dormirías como los angelitos.

María Luisa dejó el libro, dando un fuerte golpe sobre la mesita, y contestó.

―Soriano, no me vengas con historias, que te conozco; y sabes que yo no me ando con rodeos. ¡Eres un golfo y un sinvergüenza! Seguro que has estado por ahí haciendo el fantasma con el coche en la puerta de algún puticlub, vacilando con alguna pelandusca y gastándote un dinero que no tenemos, mientras que yo estoy aquí, hecha una mártir, preocupada por si te ha pasado algo.

―Pero, si te he llamado hace un rato, para preguntarte si habías conseguido un cliente para Portela. ¿No te acuerdas, princesita?

―Ni princesita ni “princesito” ―saltó, como movida por un resorte―. Eso fue a las diez de la noche y ya son las tres de la mañana. ¿Vale?

Cuando María Luisa se enfadaba, repetía las mismas palabras que decía Soriano, aunque cambiando la última letra, para que no pudiera rebatir sus razonamientos. La primera vez que le propuso comprarse el descapotable, ella respondió.

 ―Ni descapotable ni “descapotabla”. ¿Para qué lo quieres? ¿Eh? Para lucirlo en la puerta de El Imperator y ponerme los cuernos con alguna pájara de esas que van allí a cazar viejos verdes como tú, ¿no?

―Pero cariño ―insistió él―, si es un magnífico coche.

―Ni coche ni “cocha”; cuando digo que no, es que no.

Y Soriano no tuvo más remedio que recurrir a su vasta experiencia, para acreditar que en su corazón de enamorado aún brillaba, muy viva, la llama del amor.

―Cariño, hay que ver lo graciosa que te pones cuando te enfadas: la misma boquita que Ingrid Berman en Casablanca. Anda, mírate al espejo y alegra esa cara, que hoy lo vamos a hacer como Marlon Brando en El último tango en París.

A base de razonamientos tan persuasivos, apelando a sus zalamerías y echando mano de sus recursos de ligón de tres al cuarto, Soriano compró el Dodge descapotable. Pero ya había transcurrido algún tiempo desde entonces, y ya se sabe que el paso del tiempo no ayuda a cobrar deudas pendientes, ni aviva la pasión de los amantes.

―Un golfo y un putero ―dijo María Luisa, que no estaba dispuesta a ceder con facilidad―; eso es lo que tú eres; que te conozco, Soriano.

Y tenía toda la razón porque, desde que –gracias a ella– comía caliente todos los días, se había dejado una melenita de ligón de discoteca, mantenía una figura esbelta con cierta elegancia y los trajes del difunto le caían que ni pintados. Y por si algo faltaba, cada día modulaba mejor aquel tono de voz tan halagador y varonil.

―Pero cariño; ya te he dicho que me pareció que estabas dormida y he intentado entrar sin hacer ruido para no despertarte.

―Sí, para no despertarme. A veces pienso que te gustaría que no me despertase… ¡Nunca!

Cogió un pañuelo del cajón de la mesita, suspiró un par veces, hizo unos pucheritos muy monos y se limpió una lagrimilla antes de preguntarle.

―Narciso, ¿tú me quieres?

―Pues claro que te quiero, so tonta. ¿No lo ves?

―¿De verdad? ¿Me quieres como antes?

―Te quiero mucho más.

―¿En serio? Pues demuéstramelo; pero antes dúchate, que hueles a pilingui, bandolero.

roan82@gmail.com

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