“Los pinares de la sierra”, 139

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- Una solución desesperada.

Aquella noche, Paco estuvo dando vueltas en la cama sin poder dormir. Conocía qué clase de hombre era Donato Gálvez y sabía que no conseguiría aplacar su rabia si no encontraba una solución que lo tranquilizara. ¿Pero de dónde sacaba un cliente dispuesto a comprar nueve parcelas, mal orientadas y hundidas en un barranco? Y lo peor era que, un par de meses antes, Gálvez se había enterado de la subida de precios y no estaría dispuesto a vender por menos del doble de lo que había pagado.

Nunca había vivido una situación tan inquietante. Sintió miedo y por un momento se planteó desaparecer, como había hecho Fandiño, o dejar Edén Park y trabajar en la competencia. Pero sabía muy bien que si intentaba huir, Gálvez acabaría por encontrarlo y sería peor. También pensó en echarle valor al asunto, presentarse ante él y decirle la verdad. A veces, la verdad convence mucho más que la mejor mentira. En eso pensaba, cuando de pronto le vino a la cabeza una idea, que si bien no resolvía su problema, al menos le ayudaría a encontrar la solución. Miró al reloj y vio que eran las tres y media de la mañana. O sea, la hora ideal para dar con ellos. Sabía que los encontraría en El Estudiantil de la plaza de la Universidad, esperando a las putitas jóvenes, que a aquella hora dejaban la barra del Chennai, y se reunían allí a tomar la última copa, contar la recaudación, y esperar que algún viajante, de paso por Barcelona, se dejase caer para redondear los ingresos de la jornada. Estaba seguro de que no habrían olvidado que, cuando los encerraron por el asunto de los cupones, fue a visitarlos a la Modelo y les llevó dinero y tabaco.

―Hola, Portela; ¿qué le trae a estas horas por aquí? ―preguntó Roderas, cuando lo vio llegar, estrechándole la mano y poniéndose en pie respetuosamente―. ¿Whisky?

―Haces muy mala cara ―observó Mercader con mucha guasa, incluso con cierta socarronería―. Anda, toma algo. ¿Qué te ocurre?

Era evidente que Mercader había bebido; estaba sudoroso, con los ojos rojos y barba de varios días. Roderas, en cambio, lucía un traje impecable, camisa, corbata y volvía a llevar su llamativo Rolex en la muñeca. No se apartaba de su consorte, como un preceptor atento a corregir los errores del alumno predilecto.

―Por favor, ¿podemos hablar a solas? ―susurró Paco, en voz muy baja—.

―Vale, te comprendo. Anda, nena ―dijo Mercader, haciendo un gesto con la cabeza a la señorita que los acompañaba―, dile al camarero que nos traiga tres dobles, sin hielo, déjanos solos y espera a tu amiga en la barra. Pero no os vayáis muy lejos, que la noche es joven y hoy tengo el cuerpo gitano. ¿De acuerdo?

Cuando estuvieron solos, Paco les contó la situación con todos los detalles: la huida de Fandiño, la visita de Gálvez, el compromiso de venderle las parcelas y la cita que tenía en la discoteca con el antiguo policía, el jueves a las dos de la mañana.

―No sé qué hacer. Estoy muy preocupado, no puedo dejar de darle vueltas a la cabeza, no duermo, no vivo, me voy a volver loco.

Roderas miró a Mercader, le hizo un guiño para recordarle la ayuda recibida durante su estancia en la Modelo, y dijo en tono de superioridad.

―Cálmate; lo que dices es muy serio, pero siempre hay soluciones para todo.

roan82@gmail.com

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