Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Eso se arregla con el diez por ciento.
Llegó el camarero, dejó los vasos de whisky sobre la mesa y regresó a la barra sin hacer comentarios.
―Anda, toma un trago y procura relajarte. Sabes que puedes contar con nosotros. ¿Quieres que te acompañemos cuando vayas a entrevistarte con Gálvez? ―preguntó Mercader, encendiendo un cigarrillo—.
―¿Para qué?
―Hombre, eso depende de lo que pienses decirle. Si consigues convencerlo no pasará nada; pero si no queda satisfecho con la explicación que le des, es capaz de decirle a uno de sus matones que te meta en los lavabos y te pegue una paliza. Ya sabes cómo las gasta; recuerda lo que le ocurrió al cura en aquel hábil interrogatorio.
Paco asintió en silencio, aceptando aquel presagio fatal y pesimista, y Roderas intentó suavizar la situación.
―Estamos dispuestos a acompañarte. Sabes que no somos partidarios de la violencia, y que lo nuestro no son las peleas; pero, al menos, dos testigos no te faltarán. ¿Cómo lo ves?
―Agradezco el detalle, pero no hará falta que vengáis. No ocurrirá nada.
―Joder, Portela; los tienes bien puestos. Y, ¿cómo sabes que no ocurrirá nada?
―Porque Gálvez me necesita, tanto como yo os necesito a vosotros.
―De todas maneras no te fíes. Estaremos en la puerta hasta que salgas y, si hace falta, te llevamos al clínico a que te curen ―añadió Mercader―. ¿Vale?
Molesto por el panorama que pintaba su compañero, Roderas tomó las riendas de la conversación.
―Bueno, ya está bien de insensateces. ¿Me permitís un momento?
El debate entró en una fase de juicio y gravedad. Paco y Mercader escuchaban con atención, sin atreverse a interrumpir al maestro, que hablaba con la solemnidad del doctor que se dispone a emitir un diagnóstico.
―Portela, he vivido mucho y he tenido la oportunidad de comprobar que en la vida casi todo tiene solución. Por cierto…, ¿sabes lo primero que se aprende en el trullo?
Paco hizo un gesto de indiferencia con los labios y abrió los ojos con curiosidad.
―No lo sabes, ¿verdad? Pues lo primero que se aprende en la trena es que los polis, como Gálvez, que alardean de chapa y de pistola al cinto, son unos fantasmas y unos putos cobardes, que necesitan el arma para asustar a los débiles y acumular el coraje que a ellos les falta. No ladra el perro por valor, sino por miedo. ¿Lo entiendes?
―De acuerdo, ¿pero qué puedo hacer?
―Mira, Portela, tú nos caes bien ―siguió diciendo Roderas―. Cuando nos encerraron por el asunto de los cupones, te portaste como un tío legal; y siempre mirabas para otro lado, cuando las ventas no nos salían tan limpias como hubiéramos querido.
―Sí, señor ―ratificó Mercader―. Tú eres un hombre de negocios, dinámico y emprendedor. ¡Como nosotros! ¿Quién nos asegura que esto no es un mensaje del más allá, para que te devolvamos los favores que nos hiciste cuando estábamos en el talego?
―A mí no me debéis nada.
―No es verdad. Estamos en deuda contigo y te ayudaremos a librarte de ese sinvergüenza ―dijo Roderas, tomando de nuevo el control de la conversación―. Pero las cosas hay que hacerlas con discreción y sensatez, como profesionales que somos. A ver, dinos cuánta “lana” quiere Gálvez. O sea, ¿de qué cantidad estamos hablando?
―Hombre, son nueve parcelas a unas trescientas mil pesetas cada una…; no llega a los tres millones, pero lo grave es que él quiere sacar el doble de lo que pagó.
―Muy bien; pues una vez solventado el problema, tú nos das el diez por ciento de los cinco millones y tan amigos. ¿Qué dices?
―Por mí encantado, pero no es tan fácil: son las peores parcelas de la finca; están en un barranco encarado al norte, y eso no hay quien lo compre a ningún precio.
―Ay, amigo Portela, qué bien te vendrían unos meses a la sombra.
―Roderas, coño, un respeto y un control ―respondió Paco, desencajado—.
―No lo tomes por ahí. Si digo que te irían bien unos meses en el trullo es porque aquello es la universidad de Harvard, para la gente de nuestra profesión. No puedes imaginarte la cultura que se adquiere entre aquellas paredes, si eres despierto y aplicado. Precisamente allí leí un libro de don Eugenio Benito Poveda, un comisario de policía que llegó a jefe de la BIC. En él cuenta las aventuras de El Colombiano, que les daba el cambiazo a las loteras, y de un tal Andresent, un valenciano que se ganaba la vida engañando a los sastres. Una delicia. No es fácil de encontrarlo, pero te lo aconsejo.
―Roderas, por favor, déjate de historias. ¿Qué le digo a Gálvez pasado mañana?