Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- El show.
Tras unos instantes de expectación, todos repetían el mensaje, como trastornados, para ayudar al compañero y animar al resto de clientes. ¡Parcela sesenta y ocho vendida! ¡Parcela sesenta y ocho vendida! ¡Qué griterío! Desde un rincón, a la sombra de unos pinos, yo les miraba asombrado sin saber qué hacer. Me daba vergüenza ponerme a gritar delante de un señor tan serio como Recasens, y mi único consuelo era pensar que, en medio de aquel caos, el señor Bueno no se daría cuenta de lo perdido que andaba. De repente, otro compañero se puso a gritar fuera de sí:
—¡Parcela setenta vendida! Señores, esta parcela se acaba de vender: pasen a la siguiente, por favor.
¡La setenta, vendida! ¡La setenta vendida! ―gritaban todos con entusiasmo―. ¡Qué vítores! ¡Qué alegría! Los jefes de ventas, fuera de sí, iban de un lado a otro intentando cerrar más operaciones, borrachos de júbilo y de ambición. Cada vez que alguien anunciaba la venta de una nueva parcela, una excitación general recorría el sistema nervioso, de clientes y vendedores.
Yo estaba tan tranquilo a la espera de que acabara aquella algarabía, cuando, de repente y sin que nadie lo esperara, el señor Recasens cogió mi carpeta, se puso en medio de la calle y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Parcelas setenta y dos, y setenta y cuatro, vendidas! ¡Señores: estas parcelas son propiedad privada!
Yo me quedé sin sangre en las venas, mientras los compañeros repetían a grito pelado la venta de las parcelas, sin poder aguantarse la risa. ¡Aquello fue el delirio! Era la primera vez que un cliente anunciaba la compra de unas parcelas. Paco me miró desconcertado, y los demás no podían creer lo que veían. Con la fama que tienen los catalanes, llegué a pensar, por un momento, que el señor Recasens era capaz de reclamarme la comisión. Como por arte de magia, apareció el señor Bueno y se puso a repartir felicitaciones, a manos llenas, por los dos magníficos terrenos que mis clientes acababan de adquirir. Les pidió el carné de identidad y rellenó el impreso de opción de compra en un momento. El matrimonio lo firmó con absoluta naturalidad, y como la paga y señal era un poco elevada ―cincuenta mil pesetas―, quedamos en que al llegar a Barcelona yo mismo los acompañaría a su casa y me extenderían un talón al portador y sin barrar por ese importe. Me parecía estar viviendo un sueño. Miguel Ortega, cuyos clientes se habían sentado delante de los míos, me miraba con una mezcla de envidia y admiración, como si tampoco creyera lo que veía. Terminó el señor Bueno su tarea; clientes y vendedores abandonaron las parcelas y el señor Recasens se puso a medir las dimensiones del terreno, a grandes zancadas.
―Dice usted que miden veinte metros de fachada y cuarenta de fondo. ¿Verdad?
―Sí, señor, ochocientos metros cuadrados cada una.
―Muy bien, muy bien. Con mil seiscientos metros podemos hacer una buena casa, con garaje para tres coches, piscina y jardín. ¿No le parece?
―Sí, señor.
Seguíamos oyendo las voces de los vendedores, cada vez más lejos, pregonando nuevas ventas de parcelas, hasta que nos llamaron para el sorteo.
―¿Un sorteo? ―preguntó la esposa del señor Recasens—.
―Sí señora, para ayudar a las familias menos decididas o con una economía más apurada, la empresa tiene por costumbre sortear cincuenta mil pesetas a descontar del precio de la parcela.
―¿Y el que compra dos, como nosotros?
―No lo sé, señora; en caso de que nos toque, se lo preguntaremos al jefe.
―No hará falta; nosotros tenemos muy mala suerte ―aseguró ella—.
―Nunca se sabe, Montse, nunca se sabe ―comentó, esperanzado, Recasens—.
Formaron los grupos en círculo; en total ocho ―uno por autocar―. Los jefes de ventas ocuparon el centro de los corrillos y, cada uno a su manera, fue explicando en qué consistía el juego:
—Señores, un momento de atención. Si el premio corresponde a una de las familias que ha comprado, se llevará una gran alegría, porque ahorrará cincuenta mil pesetas sobre el precio de venta; y si le tocan a una que no se acaba de decidir, no me cabe duda de que acabará comprando. ¿Verdad que sí? ¡Sí señor! ―respondieron a coro los vendedores—.
―¿Y si toca a una familia que ha comprado dos parcelas? ―preguntó mi clienta—.
―Perdón, señora; pero la empresa solo me autoriza a descontar esa cantidad. ¡Ah! Una cosa más: quede bien claro que el descuento solo es aplicable para la compra de un terreno; lo digo porque, el otro día, un chico que acompañaba a la familia agraciada, le dijo a su padre muy contento: «Mira, papá; ya tenemos para mi bicicleta».
A pesar de que siempre contaba la misma anécdota, los vendedores la celebraban con risas y aplausos, para contagiar a sus clientes del nerviosismo necesario para reforzar la decisión.
―¡Una mano inocente! ¡Una mano inocente! ―solicitó Miguel Ortega—.
―No sé yo si habrá alguna mano inocente por aquí ―bromeó mi amigo Paco, con su gracioso acento gaditano—.
Todos celebraron la ocurrencia, mientras el señor Bueno cogía de la mano a un niño de unos seis años, lo llevaba al centro del corrillo y le entregaba una bolsa de plástico. Uno por uno, los clientes depositaron en la bolsa la papeleta con su nombre y apellidos. Para tener más posibilidades de ganar las cincuenta mil pesetas, nos habían dicho que los boletos de los compradores los echáramos muy bien doblados, para que apenas ocuparan sitio; y los que no lo habían comprado, pero podían comprar en caso de obtenerlo, los depositáramos casi sin doblar, porque al ocupar mayor espacio en la bolsa, era más fácil que el niño lo cogiera. Y así fue; el niño cogió una papeleta desplegada, y el señor Bueno leyó el nombre de los agraciados, como si les hubiera tocado el premio gordo de la lotería de Navidad. Tal y como nos habían dicho en el cursillo, al oír el nombre de los afortunados debíamos acudir a felicitarlos efusivamente, para que envueltos en aquel maremágnum de plácemes y congratulaciones, no tuvieran más remedio que firmar la opción de compra que les ponía delante el señor Bueno. Loco de alegría, el vendedor se puso a gritar como un poseso:
—¡Parcela ochenta y cuatro, vendida! ¡Parcela ochenta y cuatro, vendida!