“Los pinares de la sierra”, 39

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.- Claves secretas.

Cuando terminábamos de comentar el precio y las condiciones de pago de las parcelas, y con la excusa de dejar sola a la familia para que cambiaran impresiones en privado, nos levantábamos de la mesa e íbamos a ver al señor Bueno, que estaba oculto en una salita junto a la entrada, y le informábamos ―en secreto― de la marcha de la operación. Ese era el momento para que nos diera las pautas que seguir, antes de pisar la urbanización. Yo pensaba que el jefe almorzaría lo mismo que nosotros, pero no era así. Cuando entré en el aquel camarín que hacía de comedor, el aroma de las “mongetes con botifarra y all i oli”, que se estaba despachando, te tiraba de espaldas. Esperé a que informara Miguel Ortega, cuyos clientes parecían muy interesados y, en su opinión, tenía una venta segura. El señor Bueno le dijo que terminara de matizar las condiciones de pago y que le llamara “por favor” nada más llegar a la finca. A continuación, informó Marc Arumí y cuando llegó mi turno le expliqué que el señor Recasens no me había dirigido la palabra en toda la mañana.

—No se preocupe ―dijo el jefe de ventas―; de todos modos, al llegar a la urbanización llámeme para que le atienda “cuando pueda”.

“Cuando pueda”, y “por favor” eran las claves que teníamos para informar del estado de la operación. “Por favor” quería decir que nos atendiera lo antes posible, porque los clientes estaban decididos a comprar. Y “cuando pueda” que no tuviera prisa, y que intentara cerrar otras operaciones, porque la nuestra estaba poco menos que imposible. Cuando terminé de informar, volví con los señores Recasens, les dije que en un par de minutos saldríamos para la urbanización y, al instante, apareció en el comedor el señor Bueno, para agradecer a los clientes su visita y hacerles entrega del reloj que les habían prometido las señoritas de relaciones públicas.

Mientras salíamos del restaurante, informamos a los clientes de que la finca estaba solo a unos minutos de allí. Volvieron a subir al autocar y, a eso de las once y media, llegamos a la finca. Hacía un día espléndido. Aquella misma mañana se habían regado las calles, aún sin asfaltar, y unos días antes se desbrozaron las parcelas para evitar que alguien pudiera hacerse un esguince, al pisar un tocón podrido o al meter el pie en una madriguera. A medida que bajábamos del autocar, el señor Bueno daba palmas para estimular la actividad del equipo. La poda de algunas ramas escogidas realzaba la altura y elegancia de los pinos y llenaba el aire del recio aroma de la resina; se habían cortado los helechos, las zarzas, los romeros, la pinocha, y se rastrillaron las parcelas, para que los clientes pudieran acceder a ellas y recorrerlas con comodidad.

―¡Vamos, vamos! ¡Más deprisa! No se queden en la calle; disfruten del aire del campo y la belleza de la mañana.

Empezaron a llegar otros autocares, procedentes de las divisiones que la empresa tenía en los pueblos del interior, y en unos minutos aquello era la locura: al menos ocho autocares en la calle; los coches de los jefes, y más de cuatrocientas personas correteando por las calles y las parcelas. Sin previo aviso, todos los vendedores se pusieron a vocear, como locos, llamando a sus jefes:

―¡Señor Bueno, por favor! ¡Señor Ruiz, cuando pueda! ¡Señor Martínez…!

De pronto, uno levantó su carpeta y gritó con un entusiasmo indescriptible:

―¡Parcela sesenta y ocho, vendida! Señores: pasen a la siguiente, que esta parcela es propiedad privada.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta