Amigos, y 2

Por Jesús Ferrer Criado.

Nadie podía sospechar lo que ocurrió a continuación. El camarero puso sobre la barra una copa de coñac de esas de balón, de las que llenan la mano, descorchó una botella nueva de coñac y sirvió una cantidad generosa de líquido. Mientras nosotros tomábamos nuestras bebidas con cierta parsimonia, porque ya empezábamos a sufrir el efecto de las anteriores, Ricardo le dio dos tragos cortos y espaciados a la suya y, tras una breve pausa, la apuró de golpe y pidió otra copa que engulló también en el acto. Sacudió la cabeza, suspiró con satisfacción y pidió otra más. El camarero lo miraba asustado, porque ni siquiera le daba tiempo a soltar la botella. Todos nos quedamos alelados mirando a Ricardo que, de espaldas a nosotros, ignorándonos por completo, estaba fijo frente a la barra, mirando la copa, hipnotizado. Tres copas más cayeron antes de que reaccionáramos. Se había bebido seis copazos en un santiamén. Fue Bartolo el que, a la vez que le pedía al camarero que no sirviera más coñac, se fue para Ricardo y le dijo con la voz quebrada, cogiéndolo por los brazos:

—Pero, ¿qué te pasa? ¿Hemos hecho algo?

—Nada —contestó Ricardo—. ¿No queríais que bebiera? Pues voy a beber.

Y, de un empujón, tiró a Bartolomé contra una mesa y casi le hizo caer al suelo. Luego, con extraordinaria violencia, se fue para el camarero y le arrebató la botella. Cuando quisimos detenerlo, ya se había bebido lo que quedaba a caño, como si fuera agua. Se limpió la boca con la manga y nos miró de una forma animal. Una mezcla de rabia, locura y miedo.

Nuestros intentos por sujetarlo, sentarlo y hacerle entrar en razón sólo tuvieron el efecto de enrabietarlo más y de que nos empujara y nos tirara unos contra otros, como si fuéramos peleles. Empezó a lanzar sillas contra todos y alguna fue a parar a las estanterías de las botellas. Y mientras, gritaba como un poseso:

—¡Dejadme ya; fuera todos!

Reconozco que yo estaba asustado y sin saber qué hacer. Al fin y al cabo, yo era el menos indicado para intervenir, pero tampoco podía desentenderme y marcharme como si tal cosa.

Tras una tempestad de golpes y gritos, Ricardo se quedó solo y aislado en el centro del bar, llorando y con la botella de Magno, vacía, agarrada en su mano derecha. Todos estábamos inmóviles y en silencio alrededor, y él sollozando repetía en voz baja:

—Cabrones, cabrones.

Esas fueron sus palabras antes de caer, primero de rodillas y luego hacia adelante, quedando tumbado boca abajo, inconsciente, en el centro del bar. Sebastián, el camarero, que había contemplado toda la función sin dar crédito a sus ojos, se dirigió tímidamente al grupo:

—¿Qué vais a hacer ahora? ¿No habría que llamar al ambulatorio?

Nos miramos todos, haciéndonos la misma pregunta.

Bartolo, que de pronto había recuperado toda la serenidad perdida y que, sin duda, se sentía responsable de la catástrofe, habló muy serio:

—Lo primero es pediros perdón por el follón en que os he metido y el mal rato que os estoy haciendo pasar. Yo no sabía que podía pasar esto; ni Ricardo me ha hablado nunca de que tuviera intolerancia al alcohol o lo que diablos sea lo que tiene. Lo segundo es arreglar la situación lo mejor posible. Tú, Sebastián, me vas a decir qué te tenemos que dar por los destrozos y te lo pagamos ahora mismo. Tú, Jacinto, haz el favor de subir y tráete el coche para que nos llevemos a Ricardo sin dar un espectáculo calle arriba, y los demás vamos a ayudarle a Sebastián a dejar esto tan limpio como estaba cuando llegamos. Y aquí no ha pasado nada.

Asentimos en silencio. Jacinto y Javier salieron para traer el coche y los demás recolocamos las sillas y las mesas, mientras Bartolo le dio la vuelta a Ricardo y lo arrastró hacia un lado. Parecía muerto.

Bartolo se empeñó en pagar él solo, de su bolsillo, la invitación y las tres botellas rotas; y luego trataron de reincorporar a Ricardo y sentarlo en una silla, pero no se sostenía. A los quince minutos, llegaron Jacinto y Javier y, entre ellos y Bartolo, metieron en el coche a Ricardo, que seguía totalmente grogui.

Bartolo volvió al instante al bar y, muy serio, le hizo prometer a Sebastián guardar el secreto de lo ocurrido. Nadie ganaba nada con divulgar una cosa así y menos en un pueblo como Olvera.

En el coche, subieron Jacinto y Javier delante; y Bartolo, sujetando a Ricardo, detrás. Los otros subimos andando, incrédulos todavía por lo ocurrido. Eran casi las doce y no había nadie en la calle.

Según supe días después, esa noche la pasó Bartolo en la habitación de Ricardo, tirado sobre una manta en el suelo, como un perro, vigilando el sueño mortal de su amigo y levantando la cabeza cada poco, a ver si todo iba bien. Con Jacinto y Javier lo había llevado al váter, a que echara todo, y lo tendieron luego en su cama. Durante toda la operación, el “enfermo” ni abrió los ojos ni dijo una palabra. Inconsciente total.

Al día siguiente, domingo, Ricardo se levantó a media mañana, más muerto que vivo, y después de aguantar bajo la ducha media hora, a ver si se despabilaba, alguna conexión rara debió saltar en su cabeza, algún recuerdo difuso, de modo que le pidió a Bartolo que le acompañara y ambos se personaron en el bar Morón. Me dijeron que la cosa fue así de breve. Los dos con mal color, pero intentando aparecer normales.

—Oye, Sebastián, ¿nosotros estuvimos aquí anoche, no? —preguntó muy serio Ricardo—.

—Sí —contestó Sebastián sonriendo—; hasta bien tarde.

—¿Y nos portamos bien todos?

—Estupendamente. Sin problemas.

—¿Se debe algo, Sebastián?

—No. Todo está pagado.

Una pausa. Ricardo miró a Bartolo aliviado y esbozó una media sonrisa. El otro le correspondió.

—Bueno, pues nos vamos, que nos están esperando.

—Venga hombre. Cinco minutos y tomaros un café, que invita la casa.

jmferc43@gmail.com

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