Amigos, 1

Por Jesús Ferrer Criado.

Una tarde de julio del 73, un par de veranos después de dejar Olvera, me encontré, en el metro de Sol en Madrid, a Enrique F., un compañero de magisterio con el que coincidí unos meses en el pueblo, yo en mi primer destino definitivo y él, mucho más joven, como interino, sustituyendo a una inminente mamá.

Ambos, de visita familiar en Madrid, íbamos solos, aburridillos y en plan de callejear por la gran ciudad; así que nos alegramos sinceramente del encuentro. Rápidamente nos pusimos de acuerdo en dirigirnos a una tasca de la zona, a tomarnos unas cañas fresquitas, como exigía la hora, la temperatura y el sentido común.

Durante un buen rato, todo fueron preguntas, recuerdos compartidos, anécdotas y referencias sobre unos y otros, viejos compañeros a los que recordábamos con afecto y a veces con un punto de recochineo. Resulta que al año siguiente, cuando ya me habían destinado a Cataluña, él volvió a Olvera para otra larga sustitución y, claro está, tenía novedades sobre el pueblo y los compañeros que yo desconocía por completo. Esta vez, el interrogador era exclusivamente yo y él se mostraba contento de poder satisfacer mi curiosidad, aunque realmente no había mucho que contar y la evolución de la vida allí, durante ese año, había sido totalmente rutinaria.

Llevábamos un rato hablando y, tras una larga pausa en que pareció buscar algo interesante que referir, pareció encendérsele una luz y me preguntó con un tonillo especial que prometía novedades:

—Oye, ¿te acuerdas tú de Ricardo, el de Coín?

—Claro, hombre. Un muchacho fortote, un poquito basto, con un habla peculiar, algo achulada. Muy flamenco él.

No éramos muy amigos; quiero decir que no era de mi pandilla, pero me acuerdo de él perfectamente.

—Pues este Ricardo, resulta que no bebía nada de alcohol. Ni cerveza, ni vino, ni nada. Tomaba Mirindas o Bitter Kas y de ahí no salía.

—Sí, de eso sí me acuerdo. Era un rollo salir con él. Se pedía una Coca‑Cola con tapa. Los camareros se extrañaban, pero él la pagaba aparte y ¿qué iban a decir?

—Pues no sé si sabes —continuó Enrique— que era propietario provisional en Olvera y el hombre estaba desesperado y poniéndoles velas a todas la Vírgenes, porque lo destinaran a Coín, a ver si podía casarse con su novia de toda la vida, la cual no podía salir del pueblo; no me preguntes por qué. Asuntos de familia, creo.

—Sí. Me parece que era hija única y los padres estaban muy mal de salud y no podía dejarlos. Algo de eso.

—Pues a este Ricardo en el concurso de traslados de ese año en que tú ya no estabas, lo destinaron por fin, y definitivo, a su pueblo. Y el tío lloraba, abrazaba a todo el mundo y por poco le da un ataque.

—O sea, como si le hubiera tocado la lotería —bromeé yo—.

—Yo creo que más. Estaba terminando el curso y él ya se veía casado ese mismo verano. ¡Había que verlo! Pues, en medio del entusiasmo, le da un pronto y dice que aquello hay que celebrarlo y que invita a todos los maestros de su centro a lo que quieran y sin miseria. Éramos ocho, todos tíos. Yo estaba incluido y además me alegraba por él; así que me incorporé al festejo. Eso fue un viernes y quedamos para el sábado por la tarde. Bueno, pues, a eso de las ocho y media, estábamos enfrente de la farmacia seis criaturas sedientas, esperando a Ricardo y a Bartolomé, que vivían en el mismo piso de maestros. Bartolo, como le llamábamos todos, era el mayor del grupo y tenía cierta ascendencia sobre los demás.

—Me acuerdo de Bartolo. Buen maestro y buena gente.

—Yo también lo apreciaba. Pues, como te digo, era junio y apetecían, como ahora aquí, unas cañitas bien frescas antes de pasar a los finos. Primero nos colocamos en el bar de la plaza que ponía unos flamenquines de muerte. Nosotros, ya te digo, con nuestras cañas y Ricardo con su Bitter Kas. Otra ronda y lo mismo. Y Ricardo venga a hablar de sus planes, de su novia, de la parcela que le había cedido su padre para hacerse la casa y no paraba.

Del bar de la plaza nos fuimos al bar del “Pelao”; allí pedimos unos finitos buenos para acompañar los “riñones al jerez” y Ricardo…, más Bitter Kas, con sus tapas, claro. Repetimos y repetimos y él más Bitter Kas. Las conversaciones, tres o cuatro a la vez, subían de tono y ya empezábamos a llamar la atención de los otros clientes, por lo que Ricardo propuso que saliéramos y fuéramos al bar Morón, más grande y con poca gente a esa hora.

—O sea, que ibais en serio. ¿Y nadie dijo de pagar una ronda para variar? Porque invitar es una cosa y aprovecharse de un tío que está contento es otra.

—Alguno quiso sacar la cartera, pero Ricardo levantó la mano como si parara un coche y dijo: «Alto. Esta noche pago yo». Y al camarero: «Hoy el dinero de esta gente no vale nada. Hoy paga mi menda». Le dimos la razón con la cabeza y echamos calle abajo hasta el bar Morón.

Cuando llegamos al bar Morón ‑recuerda que está casi a la salida del pueblo‑, sólo había dos parejas de novios que pronto se marcharon; así que nos dejaron el campo libre. Alguien propuso sentarnos, pero desechamos la idea, porque eso sería como admitir que ya estábamos tocados; así que seguimos en la barra, orgullosamente erguidos. La procesión iba por dentro.

Cuando el camarero, Sebastián, nos preguntó qué íbamos a tomar, Bartolo respondió con autoridad: «Vino para todos. Tú también, Ricardo; que me tienes quemado con tanto Bitter Kas». Bartolo y Ricardo, que ya te he dicho que compartían uno de los pisos de maestros, tenían mucha confianza. «A mí no me gusta el vino», protestó Ricardo. «Pues toma otra cosa; pero déjate de refresquitos, coño. Un día es un día». La pugna duró otro poco y, al final, Ricardo, con gesto resignado, se dirigió al camarero: «Venga. Ponme una copa de Magno».

—Los grupos —comenté yo—, cuando hay alguno que se empeña en decirle a la gente lo que tiene que beber, son peligrosos. Yo también tuve algunos disgustos por lo mismo. Les temo —añadí, previendo que por ahí venía lo gordo—.

jmferc43@gmail.com

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