Por Fernando Sánchez Resa.
En aquella tarde‑noche primaveral del 20 de marzo de 2014, escasos e incondicionales cinéfilos nos disponíamos a visionar El loco del pelo rojo (Lust for life, 1956), dirigida por Vincente Minnelli, en la Sala del Club de Lectura del Hospital de Santiago; mas su número fue en aumento al ir avanzando la proyección (seguramente debido a la confusión que provocó el cartel al anunciar dos horas distintas de comienzo: a las 19:30 h, en la parte superior; y a las 20 h, en la parte inferior), demostrando así el interés que este filme despertaba.
La esperada película fue presentada por Juan, uno de los dos puntales del Cineclub “El Ambigú”, aclarándonos que iba a ser visionada en español, y haciendo hincapié en su principal actor: Kirk Douglas, que hace un “papelón” interpretando a Vincent Van Gogh (pintor neerlandés, considerado unánimemente como uno de los grandes genios de la pintura moderna); siendo una de las mejores actuaciones llevadas a cabo en su vida profesional, pues suponía tener que encarnarse en diferentes y complicados momentos vitales de este pintor universal, que solo vendió un cuadro en toda su vida (El viñedo rojo) por 400 francos, de los novecientos que pintó, pagado realmente por su hermano, simulando que era comprado por una señora. Hoy sabemos que la producción pictórica de Van Gogh ejerció una influencia decisiva en todo el arte del siglo XX, especialmente en el fauvismo y el expresionismo, y que sigue conservando toda su fascinante fuerza expresiva, siendo paradójico que actualmente sea idolatrado y las mejores pinacotecas del mundo se disputen sus cuadros, valorados en millones de euros. ¡Qué cruel y caprichoso es el destino! En su pintura, destaca su especial visión de todo lo creado, al contemplar la naturaleza y experimentar la ardua labor de los humildes, llenándose de fuerza interior y de pasión, bebiendo el color del sol y de las flores, extrayendo el poder de los campos y de los cielos despejados y plasmando la intensa humanidad y los rasgos sensibles de los hombres más comunes.
El guión de este filme fue escrito por Norman Corwin y está basado en la novela de Irving Stone, haciendo un repaso de la trayectoria del pintor, en forma de biopic (biografía de una persona), desde sus orígenes profesionales, comenzando como misionero en una pequeña localidad dedicada a la minería, hasta su trágico fallecimiento a los 37 años; combinando la vida real con discursos sobre la pintura y la vida (muchos inspirados en las Cartas a Theo que el pintor escribió a su hermano y mentor a lo largo de los años, en las que muestra su temperamento pasional y su carácter enfermizo y neurótico), e imágenes de la propia obra de Van Gogh, que Vincente Minnelli coloca de manera cronológica, exponiendo sus obsesiones y locuras, así como su peculiar e irascible carácter, cuando sus tormentos hacían mella en él y tan solo se desahogaba con su pintura.
Lo trágico y terrible de Van Gogh es su búsqueda de Dios a través de una loca fiebre por el color absoluto, sabiéndolo mostrar Minnelli en toda su grandeza mediante el carácter violento y apasionado de su vida y obra, bajo la cegadora luz sureña de la Provenza en Arlés, y remarcando su visita a París, donde descubriría el color de los pintores impresionistas: Renoir, Pissarro, Monet, Degás…, quedando subyugado para siempre por su técnica artística. Es una historia triste, que muchos de los espectadores sabíamos de antemano, pero quizá aquí lo importante era ver las imágenes musicadas por Miklós Rózsa, melódicas y conmovedoras en sus tristes sonidos, que estimulan, alientan, intrigan o entristecen según el momento de la acción. Música con cierto parecido, en el fondo, a la de Ben-Hur, pues ambas tienen al mismo compositor.
El cineasta Vincente Minnelli alcanza la perfección en la elaboración de las reproducciones de sus cuadros, sorprendiéndonos con decorados y exteriores muy precisos de obras tan conocidas de Van Gogh como Los comedores de patatas, El café nocturno o El dormitorio de Van Gogh en Arlés y mostrándonos a un Van Gogh intensamente feliz cuando pinta, pero de una fragilidad abrumadora.
Vincente Minnelli ha hecho un filme poderoso y vital, plasmando gran fidelidad en sus localizaciones. Los planos y movimientos de cámara consuman una excelente labor técnica que sacan lo mejor de la historia y las interpretaciones. La fotografía en color es alusiva a cada lugar visitado y está bien cuidada hasta el más mínimo detalle, sumada a esa cálida iluminación que se asemeja al mundo que veía Van Gogh y valiéndose de un impagable elenco de protagonistas como Kirk Douglas, que está reluciente en un verosímil papel difícil de plasmar; Anthony Quinn, como el irreverente Gauguin; y James Donald, como el noble Theo; siendo remarcables los acompañamientos de James Donald, Pamela Brown, Everett Sloane y Jill Bennett, entre otros.
Los cinéfilos asistentes sacamos tristes y ciertas conclusiones. La penosa vida que llevó este pintor, que nunca llegó a encontrar la felicidad y el sosiego, transmitiendo esas carencias en su propia pintura mediante rápidos brochazos que muestran los impulsos irrefrenables de su genio como pintor y de sus nervios desquiciados como personaje psiquiátrico, ansioso y necesitado de emotividad y amor; su ineludible temor a la soledad (al revés que su amigo‑enemigo Paul Gauguin); y el paradójico enriquecimiento de sus herederos, con su dilatada creación que está diseminada en diferentes museos de primer calibre.
Sus fuertes colores, su especialísima pincelada, su visión de la naturaleza y de los personajes con los que se cruzó en su corta existencia, su manera de ver el arte…, han hecho que, hoy por hoy, sea un número uno como pintor, totalmente diferente a los anteriores e incluso a los de su generación, pues su emotividad y sentido del arte ha impactado a las siguientes generaciones. “Nadie es profeta en su tierra” podría aplicársele a Vincent Van Gogh; pero ha quedado su legado para disfrute de nuevas y futuras generaciones y para ser un gran negocio de galeristas, museos o tratantes de arte. No obstante, habrá de reconocerse este film como valía y homenaje de justicia a los seres incomprendidos, que se reinventaron a sí mismos y entendieron el mundo, adelantados a su tiempo.
Hace unos años, tuve la suerte de ver una pequeña parte de su obra pictórica en el Musée d’Orsay de París, juntamente con unos amigos, y quedé maravillado al poder observar, in situ, tantas pinturas que había visto en libros de texto de bachiller, enciclopedias o revistas, teniendo la suerte de apreciarlas en vivo y en directo. Es una sensación poco menos que inextricable con palabras; y más, sabiendo su triste historia, que mueve a compasión y admiración, a partes iguales. Si alguien desea conocer a fondo al “Loco del pelo rojo”, no tiene más que leer Cartas a Theo y ver esta gran película; así comprobará que, tras más de un siglo de experimentos artísticos, la pincelada tosca y atormentada del artista holandés, alimentada por el vigor de su pasión interior, sigue viva y refulgente…
Dignos de recordar son los detalles de la ceremonia de entierro, organizada por su hermano Theo, contados por el pintor Emile Bernad, con quien Van Gogh mantuvo una larga correspondencia y amistad: «En las paredes de la sala en la que el cadáver estaba expuesto, se colgaron sus últimas obras, formando como una aureola que manifestaba el estallido del genio. Sobre el ataúd: una sencilla sábana blanca con muchas flores, los girasoles que tanto amaba, las dalias amarillas, flores amarillas por todas partes. Era su color favorito, como se sabe, símbolo de la luz que él soñaba en los corazones y en sus lienzos. Muy cerca estaban su caballete, su paleta y sus pinceles».
Hubo algún amago de quedarse pilladas las imágenes en pantalla, pero no llegó a mayores y pudimos salir todos satisfechos tras el visionado de esta conocida historia, por la que premiaron a Anthony Quinn con un óscar, por sus diez minutos de interpretación, quizá siendo injustos con Kirk Douglas, que también hace una interpretación soberbia y continuada del personaje, por la que popularmente se confunde la imagen de Van Gohg con el semblante de Kirk Douglas. Más allá de su increíble parecido físico, pocas veces se ha visto en el celuloide una interpretación tan descarnada de un hombre que lucha contra sus propios demonios, contra sí mismo; pero que, como dice su buen hermano: «Nunca llegará a ser feliz», azotado por los miedos y el fracaso.
A la salida (sobre las nueve y media) pudimos comprobar cómo empezaban a posarse grandes gotas de lluvia en el patio santiagués, que se fueron convirtiendo en aguacero conforme avanzaba la noche, haciendo bueno el dicho: «Había entrado la primavera…, pero con tiempo revuelto», cortando así el paréntesis (casi veraniego) que habíamos disfrutado los últimos días de este lluvioso invierno ubetense…
Úbeda, 3 de julio de 2016.