Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- La fuga.
Las pocas horas que faltaban para la fuga se me hicieron eternas. Cada vez que sonaba el teléfono me entraban escalofríos: imaginaba que el señor Fabregat había descubierto el engaño y me había denunciado por estafador. No me llegaba la ropa al cuerpo. De una manera u otra, debíamos marcharnos al día siguiente. Me tranquilizaba ver a Olga tan decidida; de cuando en cuando la oía canturrear y era ella la que intentaba convencerme de lo felices que seríamos cuando estuviéramos lejos de aquí. Solo estaba triste cuando se acordaba de su bebé; aunque de ese asunto habíamos acordado que no hablaríamos jamás. Ahora bien, imaginaba que cuando llegáramos a Madrid podía encontrarse fuera de lugar, e intentaba infundirle ánimo para ahuyentar sus dudas.
—Ya verás qué distinta es la gente, dicharachera, alegre, acogedora. Quizás al principio nos miren con cierta curiosidad, pero enseguida se desharán en atenciones y nos tratarán como si fuéramos de la familia. Ya lo verás.
—Berto —cortó de repente mi conversación—, ¿no crees que deberíamos dejarle el hámster a Balastegui?
—De acuerdo, ahora mismo se lo llevo.
Cogí la jaula, fui a su habitación y se lo entregué al muchacho que, al verlo, se puso muy contento. Pero el ratoncillo, al percibir que estaba en un ambiente extraño, puso cara de guardia urbano. No miró al muchacho, ni olió el trozo de galleta que le ofrecía, para dejar muy claro que no le entusiasmaba cambiar de dueño. Los hámsteres son unos animalillos honestos y leales a los que no les gusta cambiar de amo a cada momento, sino querer y que los quieran como Dios manda y como debe ser.
Olga, mientras tanto, estaba terminando de preparar el equipaje. Dejé al ratoncillo con Balastegui y, al regresar, le pregunté si lo tenía todo a punto y si se encontraba bien.
—Estoy deseando marcharme de aquí.
—¿De verdad? ¿Estás segura del paso que das?
—Sí, Berto; he telefoneado a la clínica y me han dicho que mañana por la tarde tendré preparada la liquidación.
—¿Has hablado con Santamaría?
—Está de viaje y no lo esperan hasta la próxima semana.
—Mucho mejor —le contesté—. No he conocido a nadie tan perverso como él.
Disimulé cuando la vi guardar la petaca de ginebra. Creí que era mejor hacerme el distraído, y le dije que la ropa que pensara llevar puesta en el viaje no la guardara en la maleta. Dejó sobre la cama un pantalón vaquero, un jersey de cuello alto, la chaqueta de piel con flecos en las mangas y las botas altas. Se me quedó mirando y me preguntó si me gustaba. Contesté que me parecía una ropa muy adecuada y noté que le agradaba mi respuesta. Siempre que guardaba algún vestido, hacía algún comentario.
—Berto, mira qué bonito. ¿Te gusta? ¿Cuándo me lo podré poner?
—No te preocupes. Tendrás muchas ocasiones de lucirlo.
—¿Sí? Me lo pondré cuando vayamos al teatro. ¿Vale?
—Pues claro. Ahora, guárdalo en la bolsa, y ya encontraremos la ocasión.
Mi equipaje no era gran cosa: dos pares de pantalones, tres camisas, un jersey, los libros, la ropa interior y una bolsa plegable para uno de los trajes ‑el otro lo llevaría puesto‑, y el abrigo largo lo dejaría en el asiento de detrás. Mientras tanto, Olga no paraba de hacer preguntas.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Hasta Zaragoza hay algo más de tres horas, pero antes pararemos a tomar café y a poner gasolina. ¿Qué te parece? —respondí—.
—Muy bien, Berto, como tú digas. ¿Quieres ayudarme a cerrar esta bolsa?
—Enseguida, cariño.