Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- La fuga.
Las pocas horas que faltaban para la fuga se me hicieron eternas. Cada vez que sonaba el teléfono me entraban escalofríos: imaginaba que el señor Fabregat había descubierto el engaño y me había denunciado por estafador. No me llegaba la ropa al cuerpo. De una manera u otra, debíamos marcharnos al día siguiente. Me tranquilizaba ver a Olga tan decidida; de cuando en cuando la oía canturrear y era ella la que intentaba convencerme de lo felices que seríamos cuando estuviéramos lejos de aquí. Solo estaba triste cuando se acordaba de su bebé; aunque de ese asunto habíamos acordado que no hablaríamos jamás. Ahora bien, imaginaba que cuando llegáramos a Madrid podía encontrarse fuera de lugar, e intentaba infundirle ánimo para ahuyentar sus dudas.