“Barcos de papel” – Capítulo 09 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- Una Facultad en pie de guerra.

Llegué a la Plaza de la Universidad poco antes de las cuatro de la tarde con la ilusión de asistir a mi primera clase. En la acera, delante de la entrada, encontré a media docena de coches de antidisturbios y dos parejas de policías a caballo. Por los pasillos no se veía un alma. Aquello parecía un cementerio. Las paredes estaban llenas de pintadas subversivas: «¡Opus no!», «¡Franco asesino!»; y una muy grande que decía: «¡Poder obrero y estudiantil!». En el bar encontré a tres muchachos acodados en la barra, tomando café y hablando en voz baja. Les di las buenas tardes, me puse junto a ellos y pedí un pepito de lomo y una cerveza.

Aunque conversaban con cierto sigilo, pude escuchar algún retazo de la conversación. Decían que, por la mañana, había entrado la policía en la Universidad para abortar una asamblea clandestina de sacerdotes, profesores, sindicalistas, periodistas, y un número de alumnos considerable. Detuvieron a seis y los encerraron en los calabozos de jefatura, acusados de propaganda ilegal. En protesta, el rector suspendió las actividades de la mañana y existían dudas de que pudieran reanudarse por la tarde. Cuando terminé el bocadillo, no sabía si marcharme o seguir allí. Ahora que, por fin, tenía trabajo y podía estudiar, no quería buscarme problemas. Pedí un café, saqué el paquete de Celtas cortos, y les invité a echar un cigarrillo, con intención de sumarme a la charla. Uno de ellos aceptó mi invitación, pero los otros se disculparon y nos dejaron solos. Así conocí a Félix Reyzábal, un alumno algo mayor, que se mostró muy amistoso conmigo. Cuando estás fuera de tu tierra y encuentras a alguien que te inspira confianza y te acoge como a un amigo, hablas con él de cualquier cosa. Eso me pasó a mí. Le dije que aquel día estaba muy contento porque, después de llevar más de tres meses en Barcelona, por fin había conseguido un trabajo.

Pedimos otros cafés, nos sentamos en una mesa al fondo del bar y me contó que era de un pueblo de Zamora, que su padre tenía una farmacia, y que había venido a estudiar Medicina, pero no podía con la asignatura de Anatomía. Había repetido dos cursos y creía que por mucho que lo intentara, nunca conseguiría ser médico. Por eso se cambió a derecho. Vivía en la calle Consejo de Ciento con un hermano de su madre, que estaba obsesionado por las revistas porno que le mandaban en secreto desde Francia. Me hizo tanta gracia que me contara aquel detalle que me abandoné a la ilusión de contar con un amigo. Parecía como si el hecho de ser los dos de pueblos muy alejados de Barcelona nos convirtiese en familia. Me recordaba a Olivares. Era buen deportista y, en invierno, colaboraba con la Federación Catalana de Esquí.

Me confesó, con cierto aire de misterio, que aquella mañana había asistido con los compañeros que se acababan de marchar a una asamblea que se había celebrado en la biblioteca, bajo la presidencia del profesor Molas. Al acto, asistieron miembros de la academia de la Llengua Catalana, del Front d’Alliberament, fuerzas comprometidas de la Iglesia —sobre todo, jesuitas y escolapios—; y, por supuesto, el rector. Habían elegido como contraseña el quinto verso de Els segadors y, a las nueve en punto de la mañana, se cerraron las puertas de la biblioteca. Sobrecogido por el peligro que suponía participar en actos como aquel, le escuchaba con tal cara de asombro que, al ver la atención que le prestaba, Reyzábal me contó el hecho con pelos y señales.

—Inició la sesión el profesor Triadó con una cita de Saint‑Exupery: «No se muere por unas piedras, sino por una catedral. Se da la vida por una causa, se muere por un pueblo».

Me gustaron mucho aquellas palabras tan ingeniosas y Reyzábal debió de notármelo en la cara, porque continuó hablando con mucha seguridad.

—Después tomó la palabra un jesuita joven, del Instituto Químico de Sarriá: «La vida de los pueblos no se resuelve con actitudes de renuncia. La sociedad necesita pastores, capaces de gobernar a un rebaño dividido». Eso dijo. Fue impresionante: las intervenciones eran interrumpidas por los aplausos en medio de un aire de euforia y esperanza. Se habló de movilizar a los barrios y a las iglesias —continuó Reyzábal—; y, al final, se redactó un breve documento con tres puntos principales: «Amnistía para los presos políticos, democracia en las instituciones y catalán en las escuelas». Conscientes del peligro que corríamos, a las diez menos cuarto se dio por terminada la asamblea, cantando el himno de Els segadors, pero los sentimientos acabaron por imponerse a la prudencia.

Ajenos a nuestra conversación, de cuando en cuando entraba al bar un grupo de chicos y chicas, alegres y ruidosos, como si no pasara nada; pedían cafés y bocadillos y al poco rato se marchaban tan campantes.

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