Posiblemente no exista en la Historia de España un personaje que, como Goya, ilumine de una manera más clara un determinado periodo histórico, si exceptuamos, claro está, determinadas figuras reales que, para bien o para mal, llenan largas etapas de la Historia de España (Carlos I, Felipe II o Carlos III). Y no es que no haya figuras, en el mundo del arte, tan preclaras como el pintor aragonés. Velázquez y Picasso ‑sobre todo estos dos‑ están a su altura, si no le superan, pero las circunstancias históricas con las que coincide Goya, la trascendencia de su pintura crítica y comprometida, le dan un carácter de símbolo, de referencia de una determinada manera de concebir la vida y la sociedad. Su vinculación a posturas políticas y culturales que hoy llamaríamos progresistas y que entonces estarían ligadas al incipiente liberalismo político (distingámoslo ya del económico)[1] le hacen jugar un papel descollante.
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