“Barcos de papel” – Capítulo 09 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- Al fin, un trabajo.

Por fin, el día catorce de octubre tuve un golpe de suerte. A las siete menos cinco de la mañana me presenté con La Vanguardia bajo el brazo, en Relieves Fabregat, y a las siete ya estaba trabajando. No pude ni cambiarme de ropa. Era un taller de artes gráficas en la calle Rocafort, esquina Consejo de Ciento. El anuncio decía que se precisaba un meritorio con categoría laboral de especialista, eufemismo que significaba que el candidato se encargaría de barrer el taller, hacer los paquetes, acompañar al repartidor con la furgoneta y ayudarle a cargar y descargar la mercancía. Ni me hicieron contrato ni me dieron de alta en la seguridad social.

—Eso, más adelante —dijo el jefe de personal—. Ya habrá tiempo: aún te falta mucho para la jubilación. Además, el importe habría que deducirlo de las setecientas pesetas que cobrarás a la semana y el sueldo se te quedaría en nada. ¿De acuerdo?

—Sí, señor.

Me hizo entrega de la escoba y allí empezó mi carrera profesional. A eso de las nueve de la mañana, el personal paraba media hora para tomar el bocadillo. El jefe de taller me preguntó por mi almuerzo y le contesté que, como no sabía que me iban a coger, pues que no lo había traído.

—Está bien; pero siempre hay que estar preparados. Cuando menos se espera, salta la liebre.

—Sí, señor.

Se echó a reír y me dijo que le acompañara. Era como el primer día que llegué al internado; notaba que todos me inspeccionaban y yo no sabía adónde mirar. Nos sentamos alrededor de una gran mesa de madera, extendieron papeles de periódico sobre el tablero y desenrollaron los bocadillos. Cada uno me dio un trozo del suyo: mortadela, salchichón, butifarra, queso, tortilla de patatas… y un vaso de vino tinto.

El empleo no estaba ni bien ni mal. Lo bueno es que hacíamos jornada intensiva, de siete de la mañana a tres de la tarde, y podría asistir a la mayoría de clases en la Universidad. Sólo me perdería Fundamentos del Derecho y Derecho Romano que se impartían en horario de mañana; pero de estas asignaturas me examinaría por libre y estaba seguro de aprobarlas. Los últimos años hacíamos unas interesantes competiciones en el internado para entrenar a fondo la memoria: abríamos un libro al azar e intentábamos memorizar una página entera. Ganaba el primero que lo conseguía. Yo no era de los malos; pero había un tal Pozuelo que siempre nos ganaba. Pero lo mejor de todo era que podía ir andando desde el taller a la Facultad; andando a buen paso, sólo tardaba un cuarto de hora, y me ahorraba un billete de autobús. El que sacaba en Sans, por la mañana, me valía para volver a la pensión al terminar las clases.

A pesar de mi escaso sueldo, de ocupar el último puesto del escalafón, y de realizar un trabajo tan poco considerado, no me desanimé; me lo tomé como una prueba y me entregué a él con mucha ilusión. Barrer no me importaba, porque estaba seguro de que sería una ocupación pasajera; y repartir paquetes podía ayudarme a conocer muy pronto la ciudad. El señor Fabregat, el dueño del taller, era un hombre amable y considerado; hablaba en voz baja, con mucha corrección. No llevaría allí más de una semana, cuando un día se echó a llover poco antes de las tres de la tarde, precisamente a la hora de la salida, y coincidimos en la puerta. Le ayudé a bajar la persiana y nunca olvidaré el detalle que tuvo. Cuando terminamos de cerrar y al verme en la portería a la espera de que escampara, me metió debajo de su paraguas sin que yo se lo pidiera, y me acompañó a la parada del autobús. De no ser por él, además de llegar tarde a clase, me hubiera puesto como una sopa. Tanto el señor Fabregat como el resto de la plantilla eran magníficas personas: responsables y cuidadosos con su trabajo. Hacía muy buenas migas con ellos, a pesar de ser el único que no hablaba catalán. Sería por este carácter abierto y alegre que tenemos los del sur, o porque los catalanes son gente seria y me veían muy motivado en el trabajo.

 

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