Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Torera, mandona y sin ganas de agradar.
—Pase, pase —dijo dirigiéndose a mí—. ¿Qué quería?
—Me espera el señor Castro.
—Muy bien. Su nombre…
—Don Juan José Castro.
—No, hombre, no; quiero decir el suyo.
—¿El mío?
—Pues, claro; a Castro ya lo conozco, pero tú no sé quién eres.
—Yo me llamo Alberto, señorita; Alberto Ruiz para servirla.
Se fue Manolo, y Nuria siguió refunfuñando. Llevaba una camiseta negra sin mangas y un colgante con el cordón de piel, rematado en un rosetón de plata.
—Joder con los bedeles: les pones un uniforme y se creen capitanes generales. No se dan cuenta de que, cuando una está hablando por teléfono, no tienen que molestar —me miró solicitando mi aprobación—. ¿Fácil, no? Pues no hay manera. Yo creo que lo hacen por envidia. No tienen respeto ni consideración. ¡Qué hartura de hombres, Dios mío! ¡Guardias civiles retirados!
A pesar del incidente, me pareció simpática. Ya he dicho que a mí me caen bien las personas que, a los demás, no les parecen muy simpáticas. Nuria era de esas chicas que aparentan estar siempre de mal humor. Le pregunté por el libro que tenía sobre la mesa y me dijo que en sus ratos libres estudiaba inglés.
—This is a pencil. This is a table. ¿Where is my book?
—¿Hablas inglés?
—Poca cosa, cuatro estructuras básicas. ¿Y usted?
—Empiezo ahora. Esta semana las partes del cuerpo, ya sabes: ojos, eyes y dedo, finger. El inglés es muy útil. En televisión, no se puede trabajar sin hablar algún idioma y conocer unos pasos de baile. Nunca sabemos lo que nos espera.
—Yo vengo a ver al señor Castro.
—Está muy ocupado, pero si quieres te puedo atender yo.
—Muchas gracias. Es que traigo una carta para él.
Me miró de arriba abajo y tardó en reaccionar.
—¿Qué quieres que diga? Está reunido.
—Y entonces…
—Como quieras, yo sólo soy una secretaria. Si crees que puedo serte útil estoy a tu disposición, pero si prefieres esperarle o dejarme la carta para que se la entregue puedes hacerlo. Lo peor que puede pasar es que tengas que volver otro día. Como tú quieras. Los jóvenes estamos para ayudarnos.
Pensé que lo mejor era olvidarme de la historia de Balastegui, sincerarme con ella y hablarle de la entrevista con el señor Vidal. Le entregué el sobre con su tarjeta de visita, le conté que me dijo que tenía voz de locutor, y quería que me hicieran una prueba. En ese momento sonó el teléfono:
—Oye, guapo. ¿Quieres que te diga una cosa…? Pues que empiezo a estar harta. Mucho compañerismo y mucha camaradería y, al final, siempre se acaba tirando de machismo y jerarquía. O sea, que no me hables en ese tono, que, cuando me necesitas, bien que me haces la pelota… Yo soy tu secretaria, pero no tengo por qué controlar a tus redactores. ¿Te das cuenta cómo me tratas? Si la noticia te ha pillado en bragas, lo siento. Deberías tratarme con más respeto: como yo a ti. Ya estoy harta de órdenes y voces… ¿Por qué me preguntas si está claro? ¿Quién ha tenido la idea? Yo. ¿No? Pues eso. Que vale ya de machismo y esclavitud.
Colgó el teléfono, se dejó caer en el sillón, apartó el libro de inglés, sacó un bloc de notas y se quedó mirándome.
—Castro será todo lo jefe de deportes que quiera, pero conmigo no puede. No hace mucho me dice: «Oye Nuria, habría que ir a hacerle unas fotos a Gimeno, que acaba de ganar el Roland Garros». ¿Sabes lo que le dije? Que, si no tenía un fotógrafo, lo buscara; que yo, más de lo que hacía, no podía hacer. Así mismo se lo solté. Yo no me corto un pelo. ¡Coño! Que cuanto más te encoges, más te pisotean. Porque ha dado conmigo, que soy como soy; que si llega a pillar a otra más sumisa, la tendría como una mártir.
Yo no replicaba. Si hubiera tenido valor, en aquel momento me habría marchado con una excusa; pero, ya que estaba allí, confesé la verdad: le dije que necesitaba un trabajo que me permitiera estudiar, y que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirlo. Me hizo algunas preguntas, anotó mis datos personales y me dijo que, si quería, podía conseguirme una prueba, pero que no me lo aconsejaba. Me quedé mirándola y, al ver mi expresión, me contó algo que nunca hubiera imaginado.
—No te engañes, Alberto: este trabajo no es un hobby. Te lo digo con franqueza, porque gente buena, como nosotros, queda muy poca. El mundillo de la tele es más duro de lo que parece y está hecho para gente sin escrúpulos. Hay que estar dispuesto a reírle las gracias al jefe, a tragarse el orgullo y a hacer la pelota de día y de noche. Lo he visto muchas veces: llegan con una carta de recomendación, consiguen un papel con tres frases y se creen estrellas de la pantalla; pero, a los cuatro días, se quedan sin curro y otra vez a arrastrarse por los pasillos.
Al ver mi cara de sorpresa, continuó hablando en tono amistoso, casi familiar.
—Actores, lo que se dice actores, como José María Rodero o Carlos Lemos, no hay ninguno. En confianza, a mí el único que me gusta es Sazatornil, y ya ves cómo está, el pobre. Alberto, hazme caso: busca un trabajo digno. Los pocos que triunfan en la tele no lo hacen por su valía y, con el tiempo, la mayoría acaba contando mentiras en la barra de un bar, ante una botella de vino peleón, y enseñando, a cualquiera que se les siente al lado, el recorte de una revista con una lista de nombres ilegibles y el suyo subrayado con rotulador. Esa es la realidad; no obstante, si quieres hacer la prueba, te la consigo.
Las palabras de Nuria me causaron una profunda decepción. Decidí abandonar los sueños y afrontar la realidad. Cuando terminó de hablar, me acompañó a la puerta de los estudios, me deseó suerte y me dijo que le gustaría ayudarme. Cómo me vería que, al despedirme, me miró a los ojos y me dijo:
—No me pongas esa cara, que me entra la llorona. Llámame algún día. Te lo digo porque me has caído bien; y conocer gente me va cantidad; aunque, si la intuición no me falla, eres de los que engañan: te gusta dar la imagen de no haber roto un plato, y eres peligroso. ¿Vale? Que una tiene olfato para estas cosas…
Me dio la mano y se fue hacia adentro.
Crucé la explanada con la moral por los suelos. Bajé despacio de Montjuich, pensando en mis cosas: Olga, la Universidad, el trabajo, el dinero… el sentido de mi vida. Me paré ante el monumento a la sardana y estuve un buen rato contemplando la ciudad desde el mirador.
A las dos de la tarde llegaba al bar de Saturnino. “El Colilla” estaba jugando al dominó; me miró muy serio y golpeó la mesa con una ficha.
—¡Paso a pitos! ¿Has hablado con Castro?
—Sí. Me han dicho que me harán una prueba —mentí—.
—Te lo habrás pasado bien, ¿no?
—Ya te contaré.
—¿Lo ves, hombre? Los trabajos hay que salir a buscarlos, no podemos esperar que nos los traigan a casa. ¡Menuda suerte tienes! Trabajar en televisión. Perdona que no te preste más atención, pero si no pongo los cinco sentidos en la partida, a éste le ahorcan el seis doble. Y arriba el ánimo; no están los tiempos para flaquezas y tú eres un privilegiado.