El Lisiado

(José de Ribera, el spagnoleto)

Cuando se citan los principales pintores españoles de la historia siempre figuran los mismos: Velázquez, Goya, Picasso y, si acaso, El Greco. Y es verdad, pero Ribera, como algunos otros que iremos comentando, no es un pintor menor o de segunda fila sino un grande con luz propia.

No es solo el pintor tenebrista, seguidor de Caravaggio, como nos han repetido. Es verdad que bebe en la fuente del pintor lombardo y que su influencia le condiciona en muchos de sus cuadros, lo que no es obstáculo para que tenga vuelos propios, que dulcifique el tenebrismo radical de Caravaggio, haciéndolo más sutil, más comedido en sus soluciones de luz y de sombras y que tome también su naturalismo como denuncia social o como expresión de una realidad que se pretende esconder.

Cuando Ribera se aparta de los encargos hechos por el principal mecenas, que sigue siendo la Iglesia tridentina de la Contrarreforma, aparece el Ribera lleno de autenticidad y verismo. Y ésa es la razón de la influencia mutua que se establece entre Ribera y Velázquez (y también con Murillo, aunque éste se distancia cronológicamente del valenciano). Los bufones y retrasados de Velázquez (tengo en la mente el “Pablillos de Valladolid” o el “Niño de Vallecas”) tienen una gran dignidad aunque, quizás, no el grado de compromiso de Ribera; y los “Menipo” y “Esopo” de Velázquez son reflejo del “Arquímedes” de Ribera. Y lo mismo sucede con los “Mendigos y pilluelos” de Murillo, ese pintor que tan dulzón nos lo han descrito y que, sin embargo, tanta hondura mostró en sus cuadros de género (me vienen a la memoria los niños comiendo uvas y melón y tantos otros que han sido solapados por sus excelentes Inmaculadas y Sagradas Familias). Y también Goya participa del influjo comprometido de Ribera, de su naturalismo veraz y, técnicamente, de las figuras abocetadas que se aprecian en algunas obras del setabense [Había nacido, efectivamente, en Xátiva (Valencia), la antigua Saetabis prerromana, en 1591. Y, por eso, él se siente español (el spagnoleto), valenciano (valentino) y de Xátiva (setabensis), aunque la mayor parte de su vida transcurrió en Italia y, sobre todo, en Nápoles, en el antiguo virreinato de la corona hispánica, donde murió en 1652].

El cuadro que presentamos recibe diversos nombres: “El lisiado”, “El patizambo”, “El zambo”, “El niño cojo” e incluso “El enano”, antes de su ubicación en el museo del Louvre. Muchos analistas lo emparejan con “La Barbosa de los Abruzzos (“La mujer barbuda”, del Prado), aunque este cuadro fue pintado 11 años antes, en 1631. Esta comparación, entre otras razones, ha supuesto la descalificación de Ribera como pintor, por parte de autores tan renombrados como Byron o Gautier. Pero yo me resisto a poner en la misma balanza los dos cuadros. Mientras que con “La mujer barbuda” (un caso real) siento una especie de repulsión (el naturalismo llega, quizás, demasiado lejos; no lo tengo claro), en “El niño cojo” (que es la denominación que más me gusta) nuestro autor pretende hacer una denuncia social de la pobreza y de la miseria, mostrándonos un personaje feo y lisiado como si fuese un príncipe (acordémonos de “El Príncipe Baltasar Carlos, a caballo, de Velázquez).

En efecto, “El niño cojo” es un cuadro extraído de la realidad napolitana (como los pilluelos de Murillo lo son de la sevillana), en el que aparece un niño, casi adolescente, con graves taras físicas y posiblemente psíquicas, al que el artista, además de mostrarle compasión, le otorga una dignidad superior a la de su clase. Para ello, Ribera concibe una composición monumental, como si se tratase de un general revistando las tropas y su muleta fuese un fusil (una composición similar a la empleada en los retratos cortesanos). Con una mirada desafiante, pero dulce, y una sonrisa picarona en la que mostraba su boca, en parte desdentada. Y con un pie gravemente deforme (de donde le viene el título al cuadro) y una mano agarrotada. La composición se completa con un cielo luminoso, a tono con la sonrisa del niño, y una atmósfera que acoge al mendigo con calor. El ridículo de su actitud no nos mueve a la risa o al sarcasmo, sino a la empatía con un pilluelo que posa ante la “cámara” bondadosa de un pintor que comprende su situación y se acerca a él con una mirada de gran sensibilidad y complicidad.

Hay que hacer notar también que en la punta de la muleta aparece un cartelillo con una inscripción en latín que dice: Da mihi elimosinam propter amore Dei, ‘Dadme limosna, por el amor de Dios’. Este papel le acredita como mendigo autorizado para pedir limosna en la vía pública, lo que nos hace pensar que la pobreza, además de establecida, estaba de alguna manera regulada, y ese papel le otorga un “cierto beneficio” del que carecen otros pordioseros. Sin duda, Ribera se siente atraído, como Murillo más tarde, por la novela picaresca (expresión viva de Sevilla en los siglos XVI y XVII, de la que participa también la realidad napolitana), lo que afianza aún más su vinculación con la pintura española (valga el pequeño patrioterismo) [Precisamente, Jusepe Martínez, fuente de opiniones importantes sobre la pintura española, en sus conversaciones con el pintor Ribera, pregunta a éste si no trataba de venirse a España, y la contestación negativa de nuestro autor, que se ha hecho clásica: «… porque España es madre piadosa de los extranjeros y crudelísima madrastra de sus propios naturales»].

El óleo tiene fecha de 1642, dentro de una época dorada en la que Ribera se sacude el yugo de un tenebrismo radical y violento, alumbrando un nuevo Ribera más colorista y luminoso, como sucede con “El niño cojo”. No es que Ribera elimine los contrastes de luces y sombras, sino que una luz interior emana del propio personaje, retomando la estela de los venecianos [Tiziano, siempre figura como la fuente del colorismo en la pintura moderna. De ahí que los pintores posteriores le tengan presente en la utilización del color, como ocurre con Ribera, Rubens, Velázquez, Rembrandt, Murillo y tantos otros] y, quizás, de Rubens, aunque sin la sensualidad de éste. El color de este cuadro es de bastante austeridad, utilizando las gamas de marrones y ocres, que reflejan espléndidamente la condición de mendigo, haciéndolas contrastar con los azules y dorados del cielo del fondo, que domina desde su posición eminente.

Hemos citado antes opiniones muy adversas de la pintura de Ribera, achacándole el “feísmo” que también se utilizó contra Caravaggio. Sin embargo, tras la irrupción del realismo y del impresionismo, la balanza se ha inclinado positivamente de parte del pintor valenciano. Así, el cartagenero Alfonso Pérez Sánchez, uno de los mayores conocedores del barroco español, destaca, junto al lirismo del color, su inagotable capacidad de “inventor” de tipos humanísimos. Y Tormo, un historiador valenciano, dice que existe en Ribera una «sensibilidad viva, casi fisiológica». Son muestras muy extendidas de una crítica que revaloriza la figura de José Ribera como uno de los grandes pintores de nuestra historia. Y yo, modestamente, soy de la misma opinión.

Cartagena, primeros de enero de 2014.

 

jafarevalo@gmail.com

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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