¡Qué tristes ojos tras tu belleza, tras la mirada de tu secreto! ¡Qué luz imán a tu color me fija, tu sufrimiento, mi indiferencia…! ¡Qué voz tan honda, cómo renuncia! La nieve ablanda la tierra estéril y el sol lucía su débil calor amoratado, allí en el bosque tuyo, soñando soledades, aquel paseo de invierno, siempre solo.
El cisne era tu estampa de amor, tu paraíso, edén de mis desiertos, postal de mis silencios, el cisne y tú ‑la vida‑ se nos metía por dentro de todas nuestras pieles, bellísimo paisaje. Como dunas de fuego en los desiertos ocres, así veía mi vida en las últimas huellas de los hombres, un mundo a la deriva, sin tiempo, sin vergeles, como huracán y viento, siempre cabrón en las mañanas.