En mi pueblo, como no había bomberos, cuando se declaraba un incendio había que buscar a los albañiles del ayuntamiento y luego cargar de agua una camioneta con cisterna, con lo que se tardaba lo indecible y siempre se llegaba tarde al siniestro.
Ahora, políticamente, en España se llega tarde, muy tarde ya, para apagar los incendios sobrevenidos.
Claman por el federalismo, los socialistas. Claman por todo, los populares. Claman por el derecho a decidir, los independentistas. Claman por sus agravios, los autocalificados como víctimas del terrorismo (lo fuesen o no). Claman por agrandar la brecha social, los capitalistas. Claman porque se aumenten sus privilegios, los religiosos. Claman por la República, los republicanos… Claman y claman, todos. Pero no se hace nada y, como en mi pueblo de antaño, no se llegará a tiempo de nada.
La Transición trató de sentar, al menos, unas bases suficientes para garantizar el paso de un régimen a otro (absolutamente opuestos) con las menores pérdidas posibles. Se logró y eso no hay que dudarlo; mas, como todo lo de este mundo, lo que se hizo no tiene que ser inmutable ni tan intocable que quede como único modelo que seguir. En concreto, se fraguó una Constitución, anhelo de todo demócrata, que en aquellos tiempos pudo servir, pero que, ya pasados casi cuarenta años, se denota carente de algunas cosas fundamentales y carente sobre todo del desarrollo necesario de parte de sus principios, en leyes y normas que nunca se han abordado.
Una constitución es el referente fundamental de todo edificio político y de convivencia en cualquier país. Norma fundamental, sin duda. Pero no perpetua e intocable, al modo de las leyes antiguas, grabadas en dura piedra. La de Estados Unidos, con toda su inviolabilidad (no se consiente alterar ni una coma de su primitivo texto), sin embargo admite las llamadas “enmiendas” que se van añadiendo al texto constitucional y con su mismo valor. No digo llegar a eso, pero sí que un texto elaborado y redactado hace ya años, y en determinadas y muy concretas circunstancias, se pueda reestudiar para reformarlo, transformarlo e ‑incluso y si es necesario‑ sustituirlo por otro más adecuado a las circunstancias actuales.
La Constitución Española no es intocable, pese a lo que ahora digan y se empeñen en defender ciertas derechas que, es paradójico, en tiempos de su redacción no la querían. Pero la necesaria transformación que el texto constitucional permitía nunca se llevó a cabo.
Tan timoratos fueron los gobiernos que hubo ‑en especial y con mucha más culpa los socialistas, con casi un cuarto de siglo de poder‑, que permitieron la inacción y la carencia de iniciativa; y, cuando ya el deterioro es más que importante (quisiera evitar la palabra “inevitable”) y han perdido el poder, al llegar a esta situación, entonces, claman por la reforma constitucional, por avanzar en el federalismo, por redefinir las relaciones entre los territorios, el reordenamiento de los mismos y otras cosas necesarias que, ¡oh, paradoja!, hasta ahora mismito no habían hecho falta.
La Constitución quedó, apenas unos años transcurridos, en un papel manipulado, mojado, alterado en su espíritu, ninguneado. Los principios doctrinales básicos se dejaron sólo para rótulos de fachadas y de proclamas. Hay capítulos que han quedado como meras intencionalidades de un buenismo ramplón, nunca aplicable ni asumible con la misma importancia que otros. El desarrollo normativo, como ya he escrito, apenas si entró en el meollo de la cuestión… Y, si se iban construyendo ciertas estructuras (por ejemplo las autonomías) que el texto permitía, era a trompicones y con todos los defectos imaginables. La ley electoral, por ejemplo, era manifiestamente mejorable (aparte de ser poco representativa, por el cautiverio de las listas cerradas), pero no se tocaba, pues a los partidos, que no a la ciudadanía, no le interesaba tal cambio. La construcción de un federalismo UNIDO Y COMPENSADO (que no confederación) quedaba para mover como señuelo, de tarde en tarde. La aplicación de una normativa global en cuanto a las finanzas, la economía y los impuestos territoriales (y sus aplicaciones progresivas) sufrían el baile de los vampiros, sólo para chupar la sangre de los de menor poder económico (¡encima se permitía el presidente socialista declarar que «Bajar los impuestos era cosa también de izquierdas»!). Muchos aspectos que se hubiesen definido y desarrollado correctamente, desde la interpretación constitucional, no lo fueron; es más, ni se intentaron cobardemente abordar.
No hablemos ya de la supuesta neutralidad religiosa del Estado. A esto ni se ha llegado ni se ha intentado siquiera; al contrario, existe una asimétrica relación entre el Estado y las confesiones religiosas muy manifiesta; no hay trazas de laicismo real, menos todavía de ateísmo virulento y excluyente (que no queremos, desde luego).
No hablemos de la racionalización del sistema administrativo y político. Ni del judicial. Sin embargo, desde el conocimiento y la aplicación constitucional, todo ello se podría haber abordado sin demasiados problemas. Con la valentía que dio el aval de los votos. Ahora, ¿qué…? Globos de papel, que ascienden y sin remisión se queman. Aire y humo. Nada.