06. La tempestad

Y llegó el día 20 que sería recordado, por todos nosotros, por sus grandes y terribles acontecimientos…

Temprano celebré misa en la iglesia de las Carmelitas Descalzas y no observé nada anormal. Al ser la festividad de san Elías, nuestro Padre y Fundador, celebramos la solemne misa y los rezos y cantos correspondientes. Hasta ese momento todo parecía normal sin prever lo que se nos avecinaba…

Habiéndonos retirado a las celdas, sube el hermano portero para avisarnos que en la puerta del convento se encontraba una comisión para hablar con el padre Superior. Eran las once y cuarto, aproximadamente. Al no ser buen augurio, dos o tres padres lo acompañamos hasta la portería. Allí se encontraban doce hombres armados con escopetas, que venían a registrar el convento para comprobar si teníamos armas. No traían mandamiento para ello, pues ya era el pueblo el que mandaba.

Menos mal que no nos opusimos, pues ellos traían a dinamiteros de Linares para volar el convento. Aunque se les dijo que no teníamos armas, ellos venían insuflados de patrañas y engaños, creyendo que aquí iban a encontrar más de cien fusiles y treinta o cuarenta ametralladoras con munición y bombas. Pero no encontraron nada, a pesar de tener mineros para hacer excavaciones en cualquier parte del convento.

Ante el nerviosismo de la propia comisión y comprobando que nadie se oponía, uno de ellos, con gorrilla hasta los ojos y armado de fuerte garrote, se volvió a la portería y dijo a la muchedumbre allí congregada: «Armas arriba». Entonces fueron entrando multitud de hombres armados con escopetas, pistolas, sables, puñales, hachas de distinto calibre, azadillas con pinchos, almaradas de variado tamaño (‘puñales o agujas gordas y largas’) e, incluso, con gruesos y anudados garrotes…

Entonces comenzó para nosotros el verdadero calvario. Primeramente, nos detuvieron al hermano portero y a mí; luego, a todos los novicios, que llevaron a la sacristía en donde los alinearon apuntándoles con sus escopetones. Después, los sacaron a la plazoleta, a golpes y empujones, y los siguieron apuntando. Temí por sus vidas, en manos de aquellos malvados. La mayoría estaban serenos, aunque alguno perdiese la serenidad, cosa natural. Incluso uno de ellos, levantando un santo Cristo, invitó a que lo matasen para poder morir por amor a Aquél que en sus manos tenía. Después, ya no supe más…

Mientras tanto, apresaron a dos o tres padres, subiéndolos a la azotea, desde donde los balancearon y amenazaron con tirarlos a la huerta, si no decían dónde se encontraban las armas. Menos mal que los más benévolos lo impidieron.

El padre Prior iba con la comisión en su búsqueda de armas y, al no saber yo ‑estando detenido y habiendo sido testigo únicamente de muchas amenazas y horrores‑ dónde se encontraba, unos cuántos esbirros me piden que les acompañe para buscarle. Al final, tras atravesar pasillos llenos de gente armada, lo encuentro en un rincón de la sacristía, rodeado de cien hambrientos leopardos. Una vez a su lado, somos amenazados si en cinco minutos no decimos dónde se encuentran las armas que vienen buscando. Más y más pinchazos de almarada van martirizando nuestros cuerpos y un encorvado sable nos ponen al cuello… Nos empujan, pinchan y castigan con estacas para que digamos su verdad; mas, viendo que persistimos en la nuestra, se enciende más su furia y nos amenazan con sus armas de fuego.

Creí, sinceramente, que éste sería el último día de mi vida, pues su rabia era muy grande; por eso invoco la dulce y amorosa protección de la Virgen María, cuando todavía no había perdido la paz y la serenidad. Mas, en ese momento, siento cuatro terribles garrotazos en mi cabeza y una tremenda puñalada en la región glútea, que me hacen caer a tierra. Uno de aquellos verdugos me pone en pie, de un brusco tirón, diciendo: «¡Qué pronto se hace el muerto!». Al sentir correr la sangre caliente por mi pierna izquierda, pensé que ésta sería mi salvación, y así fue.

Úbeda, 7 de octubre de 2012.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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