Aquel septiembre fue muy seco. Solo cruzaron por el cielo, blanco durante el día y rojizo por la noche, escasas nubes desmadejadas que no dejaban ni una lágrima sucia. Aquellas noches, cuando el aire soplaba desde el otro lado del río, el pueblo se llenaba de las extrañas voces huecas de los muertos sin sepultura, los que se quedaron para siempre atrapados en el desierto, en puros huesos. Voces que se colaban por las rendijas y hacían estremecer los cuerpos y las almas de los hombres y las mujeres, y asustaban a los niños.
El pueblo parecía que se llenaba de gente, gente antigua, recordada solo en algunos retratos colgados de las paredes o sobre las cómodas; gente a la que nadie podía ver, solo escuchar. Voces que a algunos acabaron por volver locos, como a aquel Argimiro Baluate, que creyó reconocer entre ellas los ecos de los gritos angustiados de siete de sus hijos pidiéndole una sola gota de agua. Los decires en Río Negrón hablaban de que Argimiro Baluate los había llevado al desierto para abandonarlos allí, en aquel espejo ardiente con el sol arriba y el sol abajo. En una sola cosa había sido rico Argimiro Baluate: en hijos. Solo catorce le prosperaron de los veinte que le parió su mujer Engracia Perpetua Morejón, que no pudo resistir más partos y, cansada de abrir las piernas, las cerró para siempre, como sus ojos, después del último. Argimiro Baluate creyó encontrar la solución para su pobreza, descosiendo por la mitad su familia.
Con las primeras lluvias de octubre el agua del río empezaba a chapalear entre las piedras negras. Y a correr. Y aquel rumor llegaba hasta el pueblo. La gente se alegraba. Era el rejuvenecimiento. La resurrección y la vida. Cuando aparecía en el cielo rojizo la primera caravana de nubes negras, todos apostaban sobre la hora en que descargarían las primeras lluvias, aquellos goterones pesados que arrastraban el polvo suspendido durante tantos meses. Luego llovía fuerte y seguido. Un agua desesperada. Después clareaba el cielo. Si quedaba limpio de nubes, la tarde se llenaba de luz verdosa y lavada, como si el agua hubiera arrastrado la memoria de los bosques y los jardines, el olor de los árboles y las flores y las algas del mar lejano. El aire se detenía, húmedo, y volvían las parvadas de pájaros.
Por las tardes, eran los tordos los que dibujaban graciosos encajes oscuros en el azulpurísima del cielo con las piruetas de su vuelo y el batir de sus alas. Río Negrón parecía otro: recién lavado, asentado el polvo, el terreguerío aplanado, las tejas rojas brillantes, las fachadas más blancas y los sueños desempolvados. Y si llovía manso, la gente, tras los vidrios o en los zaguanes, en los patios o corrales contemplaba aquel espectáculo tan esperado y se aprestaba a acarrear tinajas, barreños, ollas y cacharros para recoger la bendición de aquella agua llovediza, tan buena para poner en remojo los frijoles o los juanetes de los pies atormentados, si se le añade un puñado de bicarbonato.
En los espejos de los charcos, trozos de cielo en medio de la calle, los niños se miraban. Veían sus mataduras, sus trasquilones en el pelo, su roña, sus dientes desteclados, sus ojos salpicados de alegría y su insignificancia. Luego, dejaban caer un escupitajo y su propia imagen se deshacía en ondas y el agua se enturbiaba.
Para las lluvias de marzo del año siguiente ya tenía Brady O’Reilly levantada la cerca de alambres de espinos, instaladas jaulas para gallos de combate y gallinero para hembras de cruzas. Y Lisardo y Feliciano, los gemelos, trabajaron en aquel secarral de sol a sol para construir un reñidero.
—El mejor que se haya visto en los alrededores —dijo en su lengua infernal el gringo, que seguía sin aprender más palabras, porque con los gemelos no podía entenderse sino por señas—.
Y, cuando estuvieron a punto reñidero, jaulas y gallinero, el gringo y su mujer desaparecieron durante más de una semana. Nadie supo adónde habían marchado. Lisardo y Feliciano quedaron al cuido de todo. Después de ese tiempo volvieron. Decían que de Telixtlahuaca. La ranchera llegó en medio de una polvorina blanca con un cargamento de jaulones con hermosos gallos de pelea de origen americano, de buena sangre de criadores. Gallos copetones y soberbios, de cuerpo potente, pecho recogido y apretado, con el gancho del pico curvo como la media luna, los ojos vivaces e inquietos y los espolones afilados como el borde de una navaja barbera. Unos de cresta pequeña igual que los asiáticos y otros de cresta de sierra como los irlandeses.
Trajeron también gallos americanos: Kelso, Swater y Mamba. Y media docena de jóvenes gallinas prietas, redondas y ponedoras. Unas, colinegras y con el pecho de oro, y otras, con las patas verdes. Pero también llegaban con gallos de avería, como uno, cruzado de asil y shamo, que se llamaba Goloso, tuerto y con picotazos de púas en el cuello, y otro, Albino, un chiripiki blanco plumero de cresta recortada, y otro español calvo, Matador, con las patas peladas y fieros espolones. Los tres habían ganado varios combates y nunca habían salido corriendo cantando la gallina. No eran loras. Los habían comprado para sementales. Y dos pavos de carne también. Haneul Wu, la esposa del gringo Brady O’Reilly, había traído con mucho cuidado en su regazo durante todo el largo camino una esportilla de palma con veinte huevos fértiles para que los empollaran las gallinas.
Brady O’Reilly conocía muy bien el mundo de las galleras. Antes de que lo llamaran para Corea era soltador de gallos en Tucson, a pesar de su gran estatura. Sus manos sabían contener el cuerpo del animal como en un cofre. Sus dedos oprimían el plumaje con la tensión exacta para que el gallo, a la hora de la suelta, saliera disparado como una bala hacia la cabeza del contrincante y, de una mordida, su pico se clavara en el ojo del contrario o en la yugular.